Foro El secreto de Puente Viejo
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El único entre todos I, II, III, IV, V
EL RINCÓN DE LAPUEBLA
Descubriendo al admirador secreto
Los Ulloa se preocupan por Alfonso
La vida sigue igual
Los consejos de Rosario
Al calor del fuego I, II, III
Llueve I, II
La voz que tanto echaba de menos
Para eso están las amigas
El último de los Castañeda
No sé
Pensamientos
La nueva vecina I - IV, V, VI - VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV
Sin rumbo I, II, III, IV
Un corazón demasiado grande
Soy una necia
Necedades y Cobardías
El amor es otra cosa
Derribando murallas
El nubarrón
Una petición sorprendente I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII , IX – XII
Deudas, cobardes y Victimas I (I) (II), II (I) (II), III, IV, V, VI,
El incendio
Con los cinco sentidos
EL RINCÓN DE LIBRITO
Hermanos para siempre. Las acelgas. Noche de ronda
Tertulia literaria, La siembra
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EL RINCÓN DE LNAEOWYN
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Raimundo al rescate
Rendición
Desmayo
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Qué borrachera, qué barbaridad...
EL RINCÓN DE MARTILEO
Cuenta la leyenda
El amor de mi vida
EL RINCÓN DE MARY
Cumpliendo un sueño I, II, III, IV
EL RINCÓN DE MIRI
Recuperando la fe
La verdad
Una realidad dolorosa
Yo te entiendo
De adonis y besos
EL RINCÓN DE NHGSA
Raimundo, Francisca y Carmen: un triángulo peligroso
Confesión I, II
EL RINCÓN DE OLSI
Descubriendo el amor I, II
El amor todo lo puede
Bendita equivocación
Sentimientos encontrados I, II
Verdadero amor I, II, III, VI
El orgullo de Alfonso I, II, III, VI
Descubriendo la verdad I, II
Despidiendo a un crápula I, II
Siempre estaré contigo I, II
La ilusión del amor I, II
El desengaño I, II, III
Sola
Reproches I(I), I(II), II, III, IV
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La despedida
EL RINCÓN DE RIONA
Abrir los ojos
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Si te vas
Y yo sin verte I, II, III, IV, V
Cobarde hasta el final
Un corazón que late por ti
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La mano de un amigo I, II, III, IV, V
EL RINCÓN DE RISABELLA
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Disimulando
Alfonso se baña en el río
Noche de pasión
EL RINCÓN DE VERREGO
Lo que tendría que ser...
EL RINCÓN DE VILIGA
Tristán y Pepa: Mi historia
EL RINCÓN DE YOLANADA
¡Cómo Duele! I, II, III, IV, V, VI, VII
EL RINCÓN DE ZIRTA
El despertar de Emilia Ulloa
Atrapado en mis recuerdos
La última carta
Contigo o sin tí (With or without you)
Tiempo perdido (Wasted time)
Si te vas
El tiro de gracia
Perro traidor
Poco a poco el pueblo parecía ir recuperando su ritmo normal despues de aquellos aciagos días. A ello contribuía el sol primaveral y el verde que se apoderaba de campos y arboledas. Los niños, cuya capacidad para recuperarse de los golpes de la vida parecía infinita, volvían a corretear por la plaza y a jugar sin temor alguno por las eras. Incluso los padres respiraban tranquilos, una vez que los guardias civiles habían logrado dar caza a aquellos dos desalmados. Pero el comandante Hermida seguía dándole vueltas a la cabeza. Nunca había creído en las casualidades. ¿Por qué dos ladrones muertos de hambre habrían de matar a un chiquillo inocente armado unicamente con una espada de madera? Sólo hubieran necesitado un par de golpes y una cuerda para atarlo e impedir que diera la voz de alarma mientras huían con su botín. ¿Qué necesidad tenían de ensañarse de aquel modo? Ojalá los hombres a su cargo hubieran errado la puntería y aquellos dos bandidos siguieran con vida para responder a sus preguntas. Pero habían muerto en la refriega con las fuerzas del orden y él ahora tendría que buscar las respuestas en otro lado. Tendría que averiguar qué era lo que ocultaba doña Francisca Montenegro, y para ellos sólo contaba con la ayuda de Enriqueta.
La muchacha había empezado a trabajar en la casona como criada. Sus cometidos eran variados: desde ayudar a en la cocina, encagarse de lavar las ropas, limpiar las estancias, acarrear leña y cualquier otra faena que se le encomendase. La verdad es que valía tanto par un roto como para un descosido y nadie tenía queja de la diligencia con la que enfrentaba sus tareas.
Cuando Rosario le pidió a doña Francisca que le diera a Enriqueta el puesto que había dejado vacante Mariana tras su marcha a la casa de comidas de los Ulloa, la primera reacción de la Montenegro fue poner el grito en el cielo. No estaba dispuesta a dar cobijo a quien ella consideraba una vulgar ramera, pero la amenaza de su fiel cocinera de irse de la casona si no accedía a su peticion, le hizo reconsiderar su reacción inicial.
No soportaría la marcha de Rosario, pues sabía que sería de las pocas personas que derramarían alguna lágrima si ella finalmente sucumbía a la enfermedad que ya la había condenado a una silla de ruedas. Se estaba quedando sola.
Su hija había decidido marcharse a vivir al Jaral con Olmo, a pesar de que aun no podían casarse ya que los trámites para obtener la nulidad eclesiástica eran engorrosos. Ni siquiera las jugosas aportaciones del Mesía a la economía del obispado podían acelerar el lento discurrir de los procesos que debía juzgar el Tribunal de la Rota. Aunque bien mirado, casi era un alivio no tener que soportar las miradas llenas de odio y reprobación que le dirigía Soledad, especialmente desde la muerte de Efrén.
Por su parte, Tristán se debatía entre el amor filial y el resentimiento hacia la persona que había sido capaz de engañarlo de un modo tan cruel. Pero permanecía a su lado en la Casona, entre otras cosas porque Pepa se lo había pedido. No era momento para rencores y venganzas, porque por muchos errores que hubiera cometido, Francisca Montenegro seguía siendo su madre y ahora lo necesitaba más que nunca. Así que finalmente declinó el ofrecimiento de Raimundo de irse a vivir a casa de los Ulloa, aunque procuraba pasar mucho tiempo con su recien descubierta familia. Le agradaba charlar con su padre mientras disfrutaba de alguno de los estupendos manjares que preparaba Emilia.
Tambien procuraba pasar mucho tiempo con Pepa, a quien le estaba costando recuperarse de la muerte de Efrén. La vida parecía no querer darle tregua alguna. Cuando parecía que al fin podían alcanzar la felicidad, recibía nuevos golpes que le arrebatan lo que más quería: su familia. Había perdido a su hermano, y el agravamiento en la salud de doña Agueda amenazaba con arrebatarle tambien a su madre. Así que apenas salía del Jaral, salvo para acudir un par de horas a su consulta para atender a las preñadas del pueblo y sus alrededores.
Como Tristán acostumbraba a cenar en el Jaral o en casa de los Ulloa, doña Francisca prefería que le sirvieran la cena en sus aposentos, para no sentirse sola en el inmenso comedor. Además, necesitaba de la ayuda de Mauricio para subir las escaleras, lo que la obligaba a retirarse a su habitación antes de que el capataz terminase su jornada laboral y abandonase la casona.
Mauricio ya no era el fiel perro guardián dispuesto a cualquier cosa con tal de complacer a su patrona. Ya no se sentía en deuda con ella por haber permitido que Efrén siguiera vivo. Le agradecía que hubiera mantenido el secreto de la existencia del pobre muchacho en vida de Salvador Castro, pues sabía que si éste hubiera llegado a enterarse de que el chico seguía vivo, él mismo lo hubiera asesinado con sus propias manos. Pero ahora comprendía que tras la muerte de su marido, doña Francisca bien había podido dar cobijo y protección a aquella criatura inocente, en vez de tratarlo como a una bestia y condenarlo a una vida de encierro en las mazmorras del sótano.
El único consuelo que le quedaba al capataz era saber que el muchacho había sido muy feliz durante el breve periodo de tiempo que estuvo al cuidado de Pepa. La partera se había comportado como una buena hermana y le había procurado educación, cuidados y, sobre todo, unas inmensas dosis de cariño. Así que bien podía irse olvidando la Montenegro de que Mauricio siguiera ejerciendo de perro guardián. Solamente haría las labores propias del capataz de la finca y ayudaría al servicio en lo que fuera menester, tal y como había acordado con don Tristán.
Tras la muerte de Efrén quiso dejar el trabajo, ya que nada lo ataba a Puenteviejo. Pero el señorito lo convenció para que permaneciera en su puesto. Eso sí, las condiciones de trabajo cambiarían sustancialmente. Ahora pasaba a estar bajo las órdenes de don Tristán y no tendría porque obedecer a los caprichos de doña Francisca, a la que sólo veía cuando al atardecer tenía que subirla en brazos desde el salón a su dormitorio. Pero procuraba no cruzar ni una sola palabra con ella, más allá del obligatorio saludo. Sólo les ataba el acuerdo tácito de no desvelar la identidad del asaltante enmasacarado, aunque si el capataz seguía guardando silencio era por lealtad hacia Rosario, con quien sí se sentía en deuda.
Así que tras varias semanas de espiar las conversaciones entre doña Francisca y Rosario sin lograr averiguar nada, decidió atacar por otro frente. Tendría que intentar sonsacarle la información a Mauricio.
Aunque el capataz tenía fama de hombre bruto y despiadado, lo cierto es que con ella se mostraba educado. Posiblemente se hubiese ganado su respeto tras el incidente con los encapuchados en casa de los Castañeda, cuando había demostrado tener los suficientes arrestos como para enfrentarse a aquel desalmado. Y se había hecho con sus simpatías al ganarse el corazón de Efrén. Lo cierto era que Mauricio simpatizaba con todo aquel que hubiese tratado con cariño y ternura al chico. Y la “la chica de la sonrisa”, que era como la llamaba el chiquillo, siempre le tenía preparado algún dulce y por mucha faena que tuviera nunca dejaba de jugar con él un ratito.
El capataz bajaba los escalones cuando Rosario subía a llevarle la cena a doña Francisca. Sin duda aun tardaría un buen rato en bajar, pues una vez que la doña diera cuenta de las viandas, tendría que ayudarla a desvestirse, asearla y no sin esfuerzo tumbarla en la cama. Así que aquel era un buen momento para abordar a Mauricio.
-Buenas noches capataz-le saludó mientras simulaba limpiar unos jarrones en el salón-. Cada día terminas más tarde tu faena.
-Sí, al parecer hoy la doña ha tenido visita y ha retrasado su hora de retirarse a sus aponsentos. Pero ya me voy, que estoy deseando tomarme un vino en la taberna y echarme al buche uno buen guiso.
-Ya sé que Emilia es una cocinera sin parangón, pero Rosario ha hecho hoy unas lentejas que quitan el sentido y le ha sobrado media olla. Así que si quieres puedes quedarte a cenar y me haces un poco de compañía, que no me gusta nada quedarme sola en la cocina.
-Dudo mucho que tú le tengas miedo a nada, muchacha-le contestó con voz burlona- y más ahora que Juan Castañeda se ha convertido en el sucesor de Pardo. No creo que nadie se atreva a tocarle un pelo a nadie de su familia.
-Puede, pero la invitación a cenar un plato de lentejas sigue en pie. Tu verás lo que haces.
-Vamos pues, que mis tripas van a empezar a rugir si sigues mentandome la comida.
Al cabo de unos minutos, ambos charlaban animadamente sentados a la mesa de la cocina. Enriqueta sabía bien lo que necesitaba un hombre solo, y no era precisamente un desahogo carnal. Lo que precisaba Mauricio era que alguien lo escuchase, sentir que había alguna persona en aquel maldito pueblo que se interesase por saber como estaba, como se sentía, como intentaba sobrellevar la pena por la muerte de Efrén. Todos parecían comprender el dolor de Pepa o de Tristán, pero nadie parecía darse cuenta de que el capataz de los Montenegro había perdido la única familia que tenía. Así que la muchacha supo bien que teclas tocar para que aquel hombretón se sincerara con ella.
-La verdad es que se le echa de menos al chiquillo. Era tan cariñoso y tan alegre. ¿Sabes? A veces pienso que dios está un poquito ciego.
-¿Por qué dices eso?
-Porque el mundo está lleno de malnacidos, y te lo digo yo que he tenido la desgracia de toparme con muchos en mi vida, y a esos nada les pasa. Mira sino al encapuchado que nos atacó, se ha ido de rositas y jamás pagará por lo que nos hizo y lo que intentó hacerles a don Tristán y a Pepa. ¿Y quien nos dice que no ha tenido nada que ver en la muerte del pobre Efrén?
-¿Tú tambien lo crees?-le preguntó sorprendido.
-Pues claro. Mucha casualidad me parece a mí que primero lo intente matar un encapuchado y que a las pocas semanas dos ladrones de mala muerte lo apuñalen. A no ser….
-¿No podría ser que el encapuchado fuese uno de los ladrones que abatieron los civiles?-Enriqueta acababa de tirar el anzuelo con un cebo bien fácil.
-No, yo conozco a ese mal nacido de Darío desde hace muchos años y no era nínguno de esos dos muertos de hambre. Pero te juro por lo más sagrado que si algún día logro dar con él yo mismo le arrancaré el corazón.
Los ojos del capataz brillaban con una mezcla de dolor y rabia. Enriqueta comprendió que no era momento de seguir hurgando en la herida y se limitó a posar su mano en el antebrazo de él como señal de consuelo. Además, Rosario no tardaría en bajar a la cocina y no era conveniente que descubriera que Mauricio estaba hablando más de la cuenta.
-Cuenta conmigo-le dijo con una sonrisa.-Ese malnacido debe pagar por todo el mal que nos ha causado y si puedo serte de alguna ayuda, no dudes en pedírmela.
-Gracias, lo tendré en cuenta. Ya te lo dije una vez, pero te lo repito, los tienes bien puestos,muchacha. Es una lástimas que la vida te haya llevado por esos derroteros. Te mereces algo mejor que trabajar de….
-De fulana- terminó ella misma la frase que el capataz no se atrevía a completar-.Ya lo sé. Pero había que ganarse el pan de algún modo-la sonrisa se borró de su rostro por unos momentos.- De todas maneras, la vida me ha dado una segunda oportunidad y ahora tengo un trabajo decente. Aunque hablando de faena, como baje Rosario y vea que aun no he recogido la cocina, me voy a ganar una buena bronca. Así que será mejor que me ponga a ello inmediatamente.
-Ya capto la indirecta-ahora era Mauricio quien sonreía mientras se levantaba de la silla y se encaminaba hacia la puerta.-Dale las gracias a Rosario por la cena, las lentejas estaban buenísimas, como siempre.
-Se las daré, no te preocues.
Tal y como se temía, Rosario no tardó en regresar a la cocina trayendo en las manos la bandeja con los restos de la cena de doña Francisca. Le dio tiempo a ver como el capataz atravesaba el jardín y le preguntó extrañada a Enriqueta.
-Lo he invitado a comer un plato de lentejas de las que sobraron. La verdad es que me da lástima. Ya sé que es una mala bestia y que nunca se ha portado bien con la gente, pero creo que le tenía un sincero afecto al pobre de Efrén y ahora se siente muy solo.
-Sí, eso es cierto-asintió Rosario.- Hasta un bruto como Mauricio tiene su corazón. Además, todos cometemos errores.
-¿Qué quiere decir?-preguntó la muchacha, con la esperanza de que tambien la cocinera tuviese ganas de hablar.
-Nada, no le hagas caso a esta pobre vieja, que además está cansada y desendo irse a dormir. Cada vez cuesta más aguantar a la doña y su mal humor. Pero en fin, para eso nos pagan, para aguantar y callar- se lamentó mientras se sentaba a la mesa.
-Ande,cene un poco- le dijo mientras le servía un plato de comida.- Y vayase pronto a la cama, que ya termino yo la faena.
-Gracias hija, no sé lo que haría sin ti, ahora que Mariana no está para ayudarme.
-No hay de qué. Y hablando de Mariana, la verdad es que le prometi que iría mañana a verla, aprovechando que es mi día libre. Y así les puedo echar una mano en la casa de comidas, que últimamente los domingos está de bote en bote y ya sabe que Raimundo anda muy ocupado en otros menesteres-sonrío de forma pícara.
-Me parece muy bien que vayas a ver a mi hija, pero tú tambien deberías descansar. Además, no me gustaría que ningún borracho se propasase contigo.
-No se preocupe, que por no atrever, no se atreven ni a piropearnos, que no sabe usted como se las gasta Alfonso si alguien se pasa un pelo con Emilia o con su hermana.
-Sí que lo sé. Ese hijo mío antes se deja matar que permitir que algo le pase a su familia y tú ahora eres como una hija más.
Enriqueta no pudo refrenar el impulso de darle un beso en la mejilla a aquella mujer que era lo más parecido a una madre que había tenido nunca. Sin embargo, le preocupaba que aquel pequeño hilo del que ahora el comandante Hermida podía tirar, pudiese ocasionarle algún sufrimiento. Sabía que todo el mundo guardaba algún secreto en aquel pueblo y temía que Rosario no fuera una excepción. Sólo le quedaba confiar en la palabra del comandante de que intentaría no hacer nada que pudiera perjudicar a los Castañeda.
Los domingos por la mañana la casa de comidas permanecía cerrada hasta casi el mediodía, cuando los parroquianos salían de misa, ansiosos de tomar un chato de vino y echar una partida de cartas en la taberna. Eso les permitía a Emilia y Alfonso dormir unas horas más, o simplemente quedarse en cama disfrutando la mutua compañía, antes de empezar con el ajetreo de los pucheros y las tablas de quesos y embutidos.
Menos mal que ahora tenían a Mariana para que les echara una mano, ya que Raimundo, con la bendición de su hija, pasaba todo el tiempo que podía junto a Agueda,cuyo estado de salud parecía empeorar a marchas forzadas. Por su parte, Mariana aprovechaba las horas previas a la misa de doce para ir a dar un paseo con Enriqueta, o simplemente charlar en la plaza con el siempre ocurrente Hipólito. Y una vez que don Anselmo daba por terminada la oracion dominical, volvía rauda y veloz a la taberna, para ayudar a Emilia con los pucheros o a Alfonso a servir las mesas.
No era tampoco raro que Enriqueta y hasta el mismo Paquito echasen una mano con la faena, para luego sentarse a comer todos juntos y comentar como les había ido la semana. En ocasiones, tambien se les unía Rosario, cuando doña Francisca tenía a bien concederle unas cuantas horas de descanso y la dejaba salir de la casona. El único que no asistía a aquellas reuniones familiares era Juan, quien parecía encontrarse más cómodo en los antros de Villalpanda, y no aguantando los reproches que le hacían su madre y sus hermanos. Hasta Enriqueta parecía estar molesta por los derroteros que estaban tomando sus negocios y, aunque no le decía nada, hacía semanas que declinaba sus invitaciones para pasar la tarde del domingo en La Puebla y prefería quedarse en Puenteviejo junto al resto de la familia.
Hacía ya una semana que la muchacha le había contado el contenido de su conversación con Mauricio al comandante Hermida. Solían verse todos los domingos por la mañana, aprovechando el día libre de Enriqueta. Ella le contaba lo que había escuchado en la Casona y él le comentaba los escasos progresos que había ido haciendo en su investigación. Aunque esa semana el nombre de Darío parecía haber abierto las puertas de la memoria de algunos malechores a los que el comandante había interrogado.
-Lo siento, don Manuel, pero no he podido averiguar nada más-se disculpó la joven mientras caminaban por la vereda del río a una hora en la que todo el pueblo estaba en la iglesia.-He intentado hablar con Mauricio, por si soltaba algo más, pero esta semana apenas se ha pasado por la Casona y me ha sido imposible acercarme a él.
-No te preocupes, pero tú no desistas. Presiento que ese capataz saba mucho más de lo que dice y sólo necesita un poco de conversación-sonrió pícaramente.
-¡Comadante!-protestó Enriqueta malinterpretando las palbras del guardia.
-¡No te enfades muchacha! Sabes que yo jamás te pediría nada así. Lo que sucede es que todo el mundo comenta que el tal Mauricio no es el mismo desde que asesinaron a esa pobre criatura. Yo creo que simplemente necesita quien lo escuche y un empujoncito para que traicione a su ama. De todos modos, ese nombre que me diste la semana pasada me ha sido de mucha utilidad. Ese tal Darío era una buena pieza.
-¿Qué quiere decir?
-Pues que nadie guarda un buen recuerdo de él. Era el capataz de los Montenegro cuando vivía el difunto Salvador Castro y po lo que cuentan, Mauricio a su lado es una hermanita de la caridad. Pero, ¿sabes lo más curioso?
-No, pero sospecho que está deseando contármelo.
-Que todo el mundo piensa que está muerto.
-¿Muerto?-preguntó sorprendida.
-Pues sí, muerto. Al parecer, el fiel capataz se ahogó en el lago, mientras intentaba salvar la vida de su amo. Imagino que sabía nadar mucho mejor de lo que la gente pensaba.
Enriqueta estaba a punto de seguir preguntando cuando vieron aperecer por un recodo del camino la fígura alta de Paquito. Ya empezaba a esbozar un gesto de preocupación cuando el comandante Hermida la tranquilizó posando una mano en su hombro y mostrando una gran sonrisa.
-Hombre, Paquito. ¿Qué tal? Veo que eres puntual.
-Buenos días-saludó el muchacho mientras miraba extrañado a Enriqueta.-¿Y tú que haces aquí?
-Eso mismo iba a preguntarte yo, pero supongo que don Manuel nos lo explicará.
-Lo que pasa es me he propuesto dar con ese mal nacido y evitar que comenta más fechorías. Pero desgraciadamente no puedo hacerlo solo. Al principio pensé que me sería suficiente con tu ayuda-dijo dirigiendo su mirada hacia Enriqueta.-Y la verdad, es que así ha sido. De no ser por ti jamás habríamos sabido como se llamaba el embozado.
-¿Y qué le hace pensar que yo le puedo ser de utilidad?-lo interrumpió Paquito.
-Lo que me ha contado tu padre.
-¿Qué tiene que ver mi padre en todo este embrollo?-preguntó visiblemente molesto pues le preocupaba que Paco el Portugués pudiera haber estado involucrado en un asunto tan escabroso.
-No te preocupes, zagal, que esta vez tu padre no es culpable de nada en todo este lío. Pero recordé que él había trabajado como jornalero para los Castro Montenegro y como me debía algún que otro pequeño favor, pues me contó lo que sabía de ese tal Darío.
-¿Y qué es exactamente lo que le ha contado mi padre?
-Muchas cosas, pero mejor os lo cuento de camino a la taberna, que tengo la boca seca. Además, vamos a necesitar más ojos y oídos que nos ayuden a desentrañar tanto misterio. Por eso te necesito muchacho. Los amigos de tu padre conocen todo lo que pasa en la comarca pero, claro está, no creo que quieran hablar con un miembro de las fuerzas del orden. Y ahí es donde entras tú. Supongo que esos contrabandistas no tendrán inconveniente en mantener informado al hijo del Portugués.
Media hora después, mientras Paquito y Enriqueta ya estaba ayudando a servir chatos en la taberna, el comandante Hermida, que se había entretenido charlando con el alcalde, entraba por la puerta de la casa de comidas de los Ulloa. El local estaba lleno de parroquianos, por lo que en medio de la algaravía típica del domingo Alfonso no escuchó la voz del guardia civil que lo saludaba. Tuvo que darle un leve toque en el hombro para llamar su atención. Al principio le costó reconocerlo, sin su uniforme habitual. La verdad es vestido así, con aquel impecable traje de color gris oscuro y el abrigo negro, parecía más un caballero como Tristán Castro u Olmo Mesía que un civil.
-Comandante, cuesta reconocerlo vestido así.
-Es que hoy no estoy de servicio y consideré oportuno sacar del armario este viejo traje-contestó mientras se sacaba el abrigo.- ¿Me sirves un vino y algo para picar?
-Faltaría más-dijo Alfonso mientras se dirigía a la barra una jarra. Pero tome asiento, que ya se lo acerco a la mesa.
-Estupendo. Te espero en el patio, porque me gustaría charlar contigo cuando tengas un rato de tranquilidad.
Unos minutos más tarde Alfonso atravesaba la puerta que comunicaba el interior de la taberna con el patio de la posada. Como estaba deseoso de conocer los progresos del comandante en la investigación, avisó a Paquito y Enriqueta para que se hicieran cargo de atender a los parroquianos.
-Aquí le traigo el vino y un poco de chorizo y queso-le dijo mientras colocaba las viandas encima de la mesa.-Disculpe la demora, pero tenemos bastante faena.
-No te preocupes. La verdad es que no tengo prisa y además pensaba pasar todo el día en Puenteviejo. Pero siéntate conmigo-le ordenó señalando la silla situada en frente a la suya.
-Y bien, dígame, ¿de qué quería hablarme?-preguntó mientras tomaba asiento.- ¿Ha sabido algo más del padre de Severiano?
-La verdad es que sí. Pero mucho me temo que no te va a gustar lo que te tengo que decir.
En el interior de la taberna, Paquito y Enriqueta se miraron extrañados. No comprendían porque Hermida quería tambien hablar con Alfonso ni porque no les había informado a ellos de quería mantener aquel encuentro.Pero si bien el hijo del portugués desconfiaba instintivamente de todo lo que tuviera que ver con la benemérita, la muchacha no tenía motivos para recelar de don Manuel, una de las pocas personas que jamás la habían defraudado.
A través del ventanal podían espiar los semblantes de ambos hombres, aunque no pudieran oír nada de lo que conversaban. El comandante mostraba su aplomo habitual. Casi podían imaginar su voz pausada mientras le explicaba algo al Castañeda. Por el contrario, la cara de éste denotaba preocupación. El gesto de Alfonso fue mudando desde la sorpresa inicial, pasando por una mueca de desagrado, para finalizar cabizbajo menenado la cabeza de un lado a otro en señal de impotencia. ¿Qué le habría dicho el comandante para mostrarse tan contrariado?.
-Emilia, ¿por qué no os tomais la tarde libre? Nosotros nos podemos encargar de la faena.
-Paquito tiene razón-apostilló Enriqueta.-Os mereceis un descanso, que ahora con la ausencia de don Raimundo andais siempre reventados y necesitais un poquito de tregua.
-¿Pero vostros sabeis la cantidad de cacharros que hay para limpiar?-trató de protestar la cocinera.
-No te preocupes, mujer, que Marianita tiene mucha práctica en eso de lavar vasos y platos-se chanceó el muchacho, quien acabó por llevarse un pellizco de su prima en el antebrazo.
-¿Tú qué dices?-le preguntó a Alfonso su mujer, pero él, absorto en sus pensamientos, ni siquiera había oído la propuesta de Paquito.
-Perdón, ¿de qué estabais hablando?-habló al fin.
-De que tú y yo nos vamos a tomar la tarde libre y vamos a ir a dar un paseo para que nos de un poquito el aire.
-Está bien-fue lo único que respondió ante sus sorprendidos compañeros, quienes esperaban una negativa pues sabían que no le gustaba nada delegar sus responsabilidades en otros.
Mientras Paquito y las muchachas ya estaban metidos en faena, acarreando platos y vasos, limpiando mesas y recogiendo la cocina, el matrimonio cojía sus abrigos y salía a la plaza, que a esas horas estaba solo ocupada por algunos chiquillos jugando al escondite. Caminaron en silencio mientras recorrían el callejón que llevaba a la salida del pueblo. Continuaron sin pronunciar palabra alguna, salvo los obligatorios saludos a las otras parejas que a esa hora paseaban por la vereda del río. Alfonso mantenía la vista perdida en el horizonte mientras Emilia miraba la mano de su marido, que mantenía cogida entre las suyas. No quería agobiarlo, pero sentía un nudo en el estómago al ver la desazón en los ojos de su marido. Finalmente no pudo aguantar más la incertidumbre.
-¿Vas a decirme de una maldita vez que es lo que te tiene así de preocupado?-le espetó de repente mientras le agarraba la barbilla con la mano izquierda y lo obligaba a mirarla a la cara.
-Nada, no te preocupes-trató de esbozar una sonrisa tranquilizadora.
Pero su mujer lo conocía muy bien. Incluso en aquellos tiempos que parecían tan lejanos, cuando la ceguera provocada por Severiano no le dejaba ver el inmenso amor que Alfonso le profesaba, siempre había sido capaz de adivinar que algo preocupaba a aquel hombre que permanecía callado, con la cabeza baja y apretando los puños. Y más lo conocía ahora, que pasaban las 24 horas del día juntos, trabajando codo con codo, comunicándose a veces sólo con una mirada o un gesto que nadie más era capaz de entender.
-¡Por favor, cariño, no me engañes! No has dicho ni esta boca es mía durante la comida, por no hablar de que apenas has probado el guiso. Sé que algo grave barruntas desde que el comandante Hermida ha estado hablando contigo.
-¿Cómo sabes que he estado hablando con él?
-¡Como si la casa de comidas fuera tan grande! Os ví hablando en el patio. Me extrañaba mucho que no entraras a la cocina con cualquier excusa para meter la cuchara en el puchero. Le pregunté a Mariana por ti y me dijo que estabas en el patio charlando con el comandante.¿Qué es lo que te ha dicho ese hombre?
-Vino a contarme lo que había averiguado sobre el padre de Severiano.
-¿Y tan malo es que te tiene con esa cara?-le preguntó de nuevo mientras le acariciaba la mejilla.- ¿Temes que vuelva para vengarse?
-Sí, pero no es sólo eso. Lo que pasa es que en este maldito pueblo todo el mundo esconde algún secreto. Todo le mundo miente, todo el mundo engaña, hasta quien menos te lo imaginas.
-¿De quién estás hablando? ¿Quién te ha engañado?¿Acaso Juan ha cometido alguna fechoría?
-No, que yo sepa. Además con él ya estoy curado de espantos,y dudo que pueda sorprenderme. Pero mi madre…
Ya no pudo seguir hablando. De no haber estado Emilia a su lado, la habría emprendido a puñetazos con el tronco el primer árbol que encontrara, como tantas otras veces había hecho al querer rumiar su dolor en soledad. Pero ahora ya no estaba solo, su mujer estaba con él, dispuesta a abrazarlo durante horas si con eso podía apaciguarlo. Alfonso hundió su rostro en el hombro de Emilia y ella no cesó de acariciarle el pelo hasta que él reunió las fuerzas suficientes para seguir hablando.
-Ven, vamos a sentarnos-le dijo mientras la tomaba de la mano para dirigirse a un viejo olmo derribado por un temporal y que llevaba años sirviendo de improvisado banco para los que paseaban por la orilla del río.
Se sentaron, y sin soltar la mano de su mujer le contó lo que el comandante Hermida había averiguado y los recuerdos de su niñez, unos recuerdos que creía enterrados para siempre. Ella lo escuchó atentamente, acariciando su antebrazo cuando veía que el dolor hacía asomar lágrimas a sus ojos. Al final, le obligó a mirarla acariciándole el mentón. Era hora de seguir desenterrando secretos.
-Vamos a hablar con tu madre. Estoy segura de que Rosario tiene una buena razón para haber callado. Conociendo a doña Francisca, no me extrañaría nada que la hubiese amenazado de algún modo para que no contase la verdad. Pero tiene que saber que puede contar con nosotros.
Se sorprendió bastante de ver por aquellos pagos a su hijo y su nuera. No era raro que alguno de los dos viniese de vez en cuando de visita, pero nunca venían los dos juntos pues siempre había faena que atender en la taberna. Pero con todo, se alegró de verlos.
-¡Que grata sorpresa! Llegais justo a tiempo, estaba a punto de preparar un chocolate caliente, que a estas horas empieza a refrescar-les dijo mientras dejaba la labor en un pequeño cesto y les indicaba que tomara asiento junto a la mesa.
Pero la alegría le duró pocos segundos, los necesarios para ver el semblante preocupado de Alfonso y la forma en que Emilia le agarraba la mano, como si tratara de infundirle ánimos en silencio.
-¿A que vienen esas caras tan largas? ¿Le ha pasado algo a Mariana? ¿O a Enriqueta?-preguntó mientras tambien ella se sentaba.
-Tranquilícese, Rosario. Las muchachas están bien. Se han quedado con Paquito al cuidado de la taberna, para que nosotros podamos dar un paseo y venir a visitarla.
-Pero me barrunto yo que no se trata de una visita de cortesía. Puedo ver que algo os tiene preocupados. ¿No será que Juan se ha vuelto a meter en líos?
-No madre, Juan no se ha metido en ningún lío. Y deje ya de preocuparse por él, que es mayorcito y debería saber qué es lo que se hace.¡ Estoy harto de Juan y sus problemas!.
La voz de Alfonso sonó con una dureza inusitada, haciendo que Rosario sintiera una punzada de dolor. Él se percató de la reacción de su madre. No era su intención echarle en cara la preocupación por su hermano, una preocupación que llevaban años compartiendo.
-Discúlpeme madre, no quería decir eso. Lo que pasa es que-su tono se tornaba ahora dubitativo.
-Lo que pasa es que queríamos hablar con usted-intervino Emilia.-Esta mañana el comandante Hermida estuvo en la casa de comidas y le contó a Alfonso lo que había averiguado en los últimos días.
Rosario presintió que las novedades no podían ser nada buenas. Mucho se temía que más oscuros secretos saliesen a la luz. Pero trató de mantener la calma y preguntó con cierta mal fingida indiferencia qué era lo que les había contado aquel guardia.
-Que usted y doña Francisca nos han mentido a todos-le espetó su hijo mirándola a los ojos.-¿Por qué no dijeron que el hombre enmascarado era Darío, el capataz de don Salvador?
-¡Pero qué tonterías estais diciendo! ¿No recuerdas que hace ya varios años que esa mala bestia murió?
-Nadie encontró su cadáver. Y no nos siga mintiento, por favor, que sabemos que alguien lo reconoció. Al igual que la doña y usted. Lo que no comprendo es cómo no le dijo la verdad a la guardia civil. Ese hombre es muy peligroso. Ya pudo ver de lo que es capaz y si nadie lo atrapa podría intentar hacernos daño de nuevo.
-Lo sé hijo, creeme que sé muy bien de lo que es capaz. Pero entiendeme, por favor, no podía desvelar quien era.
-¿Por qué?-preguntó de nuevo con vehemencia, incapaz de comprender por qué su madre ocultaba la identidad de aquel asesino.
-Porque tu madre es una persona demasiado buena, que lo único que ha hecho en su vida es tratar de proteger a sus hijos y a la gente que quiere.
La voz de Mauricio, proveniente de las escaleras que conducían al salón, les sorprendió. El capataz acaba de subir a doña Francisca a sus aposentos y se dirigía a avisar a Rosario para que fuera preparando la cena, cuando escuchó la conversación entre la cocinera y sus hijos. Quizás había llegado el momento de desvelar el secreto, al menos en parte.
-¡Como para olvidarlo! Era una mala bestia, mucho peor que tú. Recuerdo que hasta mi padre se alegró cuando se enteró de que había muerto. Fue la única vez que vi a mi padre alegrarse por una desgracia ajena.
-Ese día nos alegramos todos, pero tus padres tenían más motivos que nadie para hacerlo.
-Mauricio, te lo ruego, ¡no sigas hablando!-le suplicó Rosario entre lágrimas.
-Lo siento, pero creo que es lo mejor. ¿De qué nos ha servido guardar silencio durante todos estos años? Si yo me hubiese revelado antes,quizás Efrén habría tenido una vida mucho mejor. Don Tristán lo hubiera sacado de esa mazamorra y hubiera cuidado de él como un hermano. Pero seguimos callados…
La voz de aquel hombretón se quebró por el dolor. Durante unos segundos las lágrimas anegaron sus ojos, pero se las secó torpemente con el dorso de su mano, antes de continuar hablando.
-Darío era un hombre despiado, casi tanto como don Salvador. No imaginais todas las atrocidades que cometió. Sus manos llevan manchadas de sangre muchos años. No le importaba dar palizas, matar, violentar a mujeres y niñas. Actuaba impunemente, pues se sabía protegido por el señor. Era su mano derecha, el encargado de llevar a cabo todas sus maldades. Todos en esta casa lo odiabamos, incluso la doña. Por eso, cuando murió su marido quiso echarlo. Pero le salió muy caro, tuvo que darle una cantidad indecente de dinero para que se marchara, esperando que se largara muy lejos y no regresara jamás.
-No lo entiendo-fue Emilia la que se decidió a hablar.-Me cuesta creer que doña Francisca tuviera que recurrir al soborno para echarlo. Ella era la dueña de todo y podía despedirlo sin contemplaciones. Incluso podría haber aprovechado para poner al corriente a la autoridades sobre los desmanes que ese malnacido había cometido.
-No, no podía. Él amenazaba con hablar y doña Francisca hizo lo que hizo para proteger a Rosario.
-¿A mi madre?-preguntó incrédulo Alfonso.
Mauricio se quedó mirando fijamente a la cocinera. Ya no había vuelta atrás. Lo único que quedaba por dirimir era quien de los dos iba a acabar de contar la historia. Finalmente, fue Rosario la que decidió tomar la palabra.
-Sí, ya ves, la doña se gastó una pequeña fortuna para protegernos a mí y a mi familia. Porque si ese desalmado hablaba nosotros perderíamos lo que más queríamos. Perderíamos a uno de nuestros hijos.
Alfonso sentía que le costaba respirar. Fuera lo que fuera lo que su madre iba a desvelar, sabía que su vida jamás volvería a ser la misma. Sólo la mano de Emilia agarrando fuertemente la suya le hacía mantener la calma suficiente para permanecer sentado y escuchar el relato de Rosario.
-No sólo Salvador Castro se dedicaba a abusar de las sirvientas y las jornaleras. Es cierto que el amo se quedaba con las muchachas más bellas, como la madre de Efrén, que era la mujer más hermosa de la comarca-dijo mientras le dirigía una tímida sonrisa a Mauricio.-Darío tambien cometía todo tipo de tropelías.
-¡No me diga que ese desalmado le hizo daño!
-No cariño, no. A mí jamás osó tocarme un pelo. Sabía que si intentaba propasarse lo más mínimo, tu padre lo mataría. Pero en la casona había una chiquilla que trabajaba de doncella. Se llamaba Raquel y para mí era como una hermana pequeña. Sus padres eran amigos de Paco el Portugués y cuando murieron, mi compadre me pidió que le ayudase a encontrarle un trabajo. Así que le pedí a doña Francisca que la contratara para el servicio. Era muy trabajadora, tan menudita, siempre corriendo de un lado para otro. Al principio fue muy feliz, hasta que ese hijo de mala madre se cruzó en su camino.
-¿Qué pasó?-preguntó angustiado Alfonso.
-Pues lo que pasa cuando un hombre con cierto poder se cree que puede hacer lo que quiera con una mujer.-Rosario cerró los ojos, como si quisiera evitar el dolor que le provocaban aquellos duros recuerdos.-La pobre chiquilla cayó en cinta y al cabo de unos meses dio a luz a un precioso chiquillo, pequeñito, moreno y con sus mismos ojos oscuros. Tu padre y yo fuimos sus padrinos.
-¿Y qué pasó con Raquel y su niño?-preguntó Emilia, quien se había emocionado al escuchar aquel terrible relato.
-La chiquilla desapareció a las pocas semanas. Una noche hizo un pequeño petate y se marchó sin dejar más rastro que una nota en la que me pedía que cuidase de la criatura.
-¿Y que hizo usted?
-Lo que hacen todas las madrinas, criar a su ahijado cuando se quedan sin madre. Aun recuerdo lo contento que te pusiste cuando tu padre te dijo que habías tenido un hermano con el que jugar.
-¿Juan?
-Sí, Juan es el hijo de Raquel y ese mal nacido de Darío. ¿Comprendes ahor por qué no quería que la verdad saliese a la luz?. Tu hermano no puede saber la verdad.
EDITO: Pues me encantan tus explicaciones, xq la verdad es que resulta increible q todos compartan genes, igual que pasó con lo de Sebas. Elegante solución.
Y de paso se explica el porqué de la lealtad de Rosario hacia la doña.
Interesante explicación para una oveja descarriada, como es Juan. Da la impresión de ser un buen hombre que ha sido criado por unos padres como Dios manda, pero que se ve arrastrado a hacer cosas horribles, por fuerzas invisibles; a él no le gusta comportarse así, y hay momentos en los que se desprecia, pero no puede rectificar- Al contrario , se mete en una espiral de despropósitos que le empujan a vivir al límite. ¿Será la fuerza de la genética que lucha con la fuerza del ambiente y la educación que reciben las personas? Es algo que siempre me pregunto, porque estoy segura que las personas somos eso ; una suma de carga genética y de experiencia ambiental-
Perdón... que plasta estoy , tan filosófica...
Para que veas ,Lapuebla, lo que dan de sí , tus relatos. Lo dicho ¡me encanta! . A la espera quedamos de tu continuación-
Besicos
Muchas gracias por los ánimos. La verdad es que este último fic me está costando mucho, porque se me juntaron demasiadas ideas enrevesadas en la cabeza y a veces no encuentro el modo de plasmarlas de un modo coherente.
SPOILER (puntero encima para mostrar)Los ataques por parte de dos encapuchados se sucenden en Puenteviejo. Hieren gravemente a Tristan, hacen desparecer a Alfonso, intentan asesinar a Efrén, atacan la casa de los Castañeda secuestrando a Emilia. Durante esos momentos de dolor, miedo e incertidumbre, más de un secreto familiar sale a relucir.Al final uno de los atacantes resulta ser Severiano, a quien Alfonso da muerte para defender a su mujer. Pero el otro individuo logra escapar, aunque tanto la Paca, como Rosario y Mauricio parecen saber quien es. El comandante Hermida, viejo conocido de Enrqueta investiga los extraños sucesos y gracias a la colaboración de la muchacha logra saber que se trata de Darío, el fiel y malvado capataz de Salvador Castro, capaz de cualquier atrocidad. Alfonso y Emilia no logran entender porque Rosario les ocultó la identidad del atacante y al final la pobre mujer confiesa que Juan es en ralidad hijo de Dario y Raquel, una pobre criada que tuvo que soportar los abusos del capataz
Se lo dedico con todo mi cariño a mi Genmita, la fan number one de Mauricio.
MONSTRUOS II (parte 4)
El cielo estaba completamente encapotado desde hacía días, pero ni una sola gota de agua había caído sobre aquellas tierras y la sequía empezaba a ser un problema. El río bajaba con tan poco agua que bien parecia que hubiese llegado el estío, aun cuando las hojas del calendario marcaban todavía el mes de mayo. Algunos pozos empezaban a secarse y los labriegos rezaban para que llegase la lluvia imprescindible para salvar sus cosechas.
Todo esto no hacía sino contribuír al clima de tristeza que dominaba el pueblo desde hacía meses. Era como si una maldición hubiese caído sobre Puenteviejo, y las desgracias no dejaban de sucederse una tras otra, sobre todo en las vidas de los Ulloa y en la de Pepa. Mientras unos lloraban la partida hacia América de Sebastián y la pérdida de todo su patrimonio, la partera trataba de sobreponerse al último gran golpe que le había asestado el destino, la muerte de su madre. Doña Agueda había fallecido en extrañas circunstancias, y aunque la hipótesis de un desgraciado accidente era más que plausible, el comandante Hermida estaba convencido de que alguna pieza no cuadraba en el puzle. Este hecho era aprovechado por Olmo para sembrar dudas sobre Pepa, a quien el dolor y la tristeza le restaban energías para tratar de defenderse de las calumnias, convenientemente alimentadas por su hermanastro y por doña Francisca, quien veía una nueva oportunidad de deshacerse por fin de la partera. Atrás había quedado el arrepentimiento por los muchos errores del pasado y la enfermedad que la tenía condenada a una silla de ruedas no hacía sino alimentar su odio y su rencor hacia el mundo. Si ella no podía ser feliz, ¿por qué habría de permitir que los demás los fuesen?
La ausencia de Tristán, que había tenido que emprender un largo viaje por motivos que no quiso explicar a nadie, contribuía a socabar los ánimos de Pepa, quien no hallaba consuelo ni calma en ningún lugar. Sólo sus visitas diarias al cementerio parecían proporcionarle algo de paz. Todas las tardes, cuando había despachado a sus pacientes, recogía flores silvestres y preparaba un par de ramilletes. Caminaba despacio, con la mirada perdida, y recorría el trayecto que separaba el pueblo del lugar donde descansaban sus seres queridos.
La tumba de Efrén estaba muy cerca de la entrada, junto a una enorme camelia. Desde siempre, ese era el lugar donde se enterraban a los niños, a las criaturas inocentes cuya vida era segada antes de tiempo. Y ese fue el lugar que don Anselmo consideró que debía ocupar aquel muchacho con cuerpo de adulto, pero con el alma ingenua de quienes no han sido corrompidos por la crueldad de los hombres. Por su parte, Agueda había sido enterrada en uno de los panteones más lujosos, en la pared este del muro. A Pepa le gustaba pensar que así su madre podría contemplar la puesta de sol, uno de los momentos que más le gustaban del día. Tambien le gustaba hablar con ella, contándole las anécdotas de su trabajo y las novedades del pueblo, con la esperanza de que estuviera donde estuviera la pudiese escuchar. Y se imaginaba su sonrisa mientras trataba de recordar su voz. En ocasiones cerraba los ojos y podía verla, sintiendo que estaba a su lado, tratando de reconfortarla. Sin embargo, al abrilos de nuevo, lo único que tenía delante era aquel panteón coronado por la figura de un ángel, que se le antojaba cada día más triste y tétrico.
-Ah Pepa, eres tú. No te había visto-le dijo levantando la vista del suelo.-¿Cómo estás?-le preguntó al ver sus ojos enrojecidos.
-Mentiría si te dijera que bien.
-Siento mucho la muerte de tu madre. Doña Agueda era una gran mujer.
-Sí, si que lo era. Pero ya ves, en este miserable mundo la bondad no tiene cabida-su voz sonaba con un extraño rencor-. Los hijos de mala madre campan a sus anchas y las buenas personas, como madre, como Efrén, son castigadas. Hay veces en las que pienso si no sería mejor no tener corazón, ni alma, para no tener que sufrir.
-No hables así, partera-le dijo entre dientes.
-¿Y cómo quieres que hable? Lo he perdido todo-la voz de Pepa empezaba a quebrarse por el llanto.
-Aunque no lo creas, te entiendo perfectamente. Sé mejor que nadie lo que es perder todo cuanta amas-le dijo mientras su mano izquierda se colocaba tímidamente sobre el hombro derecho de la muchacha.-Pero tú aun tienes mucha gente que te quiere y se preocupa por ti. Supongo que te resulta muy duro tener lejos a don Tristán, pero tienes a los Ulloa, que todo el mundo sabe que Emilia es como una hermana para ti. Y no te olvides de Rosario, que siempre te ha tenido mucha estima. Además, todo el mundo te aprecia, saben que eres la mejor partera de la comarca y agradecen que hayas traído sus hijos a este mundo o que les hayas aliviado sus males cuando no podían acudir al galeno.
Pepa se quedó mirándolo con una sombra de incredulidad asomando a sus ojos. Era bien cierto que la vida no dejaba de sorprenderla, casi siempre para mal. Pero en aquella ocasión la sopresa era positiva. Jamás hubiera imaginado que el fiel capataz de la Montenegro fuera quien tratara de consolarla en aquellos duros momentos. Siempre había pensado qe Mauricio era un animal sin escrúpulos, dispuesto a cometer cualquier tropelía con tal de obedecer la voz de su ama. Sin embargo, la dramática aparición de Efrén y su trágico final habían roto aquella coraza, debajo de la cual se escondía un hombre apaleado por la vida.
-Al menos tú no está sola. Tienes mucha gente que te quiere- continuó hablándole el capataz. –No permitas que las desgracias te acaben convirtiendo en un monstruo sin escrúpulos, como doña Francisca. O como yo mismo.
-Tú no eres como la doña. Tú tienes corazón-le dijo mirándolo directamente a los ojos.- Lo demostraste al cuidar de Efrén como si fuera tu propio hijo, rebajándote a cualquier cosa con tal de que la Montenegro permitiera que esa pobre criatura continuase con vida. Así que no te compares con ella.
-Agradezco tus palabras, partera. Pero eso no es lo que piensa todo el mundo. En este pueblo la gente me teme y me aborrece. ¿Crees que no lo sé?
-Puede que tengas razón, pero eso no tiene por que ser siempre así. Es cierto que has cometido muchas atrocidades, pero estabas obligado a hacerlo. Sin embargo, ahora ya no tienes el yugo de doña Francisca sobre tu cabeza y es hora de que la gente empiece a conocer al verdadero Mauricio.
-¡Es demasiado tarde!-exclamó mientras daba media vuelta y se encaminaba a la salida del cementerio.
-Nunca es demasiado tarde-trató de convencerlo, pero la llegada Alfonso interrumpió la conversación.
-¿Le sucede algo a Emilia?-le preguntó preocupada.
-No, no. Emilia está bien. Lo que pasa es que esta tarde han llegado a la posada dos mujeres, que han pedido una habitación para una de ellas, que tenía mal aspecto. Está muy enferma.
-¿Quiénes son?-intervino Mauricio.
-No lo sé. Sólo sabemos que ha empeorado, tiene mucha fiebre y la doctora Casas está fuera del
pueblo.
-Sí es cierto, ha tenido que ir a la capital a resolver unos asuntos y buscar material médico. Hasta
dentro de dos días no creo que esté de vuelta.
-Por eso te estaba buscando. Eres la única que puede antenderla. Además, la otra mujer nos insistió en que te llamaramos a ti. Al parecer, dice que te conoce desde hace mucho tiempo.
-Tengo que pasarme antes por el Jaral, pues me he dejado allí el maletín.
-No te preocupes-le dijo Mauricio.-Vete con Alfonso para la posada, que yo me acerco al Jaral a por tus cosas.
-No tienes porque molestarte-trató de protestar.
-No es nínguna molestia, que a caballo son apenas unos minutos de trayecto. Además, quizás tengas razón.
-¿En qué?-preguntó un tanto desconcertada Pepa.
-Quizás no sea demasiado tarde-respondió el capataz esbozando por primera vez en muchos años una sonrisa sincera,muy alejada de la mueca torcida con la que solía dirigirse a todo el mundo.
Los tres salieron juntos del cementerio pero a los pocos metros separaron sus caminos. Mientras Alfonso y Pepa iniciaban e regreso al pueblo, Mauricio desató las riendas de sus caballo, que estaba sujeto a uno de los cipreses que rodeaban el camposanto y se subió en él para dirigirse al galope en dirección a la finca de los Mesía. Lo que nínguno de ellos sabía es que una cuarta persona había estado presente en la conversación, observando sin ser vista.
Cuando Pepa abrió la puerta del cuarto que le señaló Alfonso, se encontró con Emilia colocándole paños húmedos en la frente a la mujer que estaba tumbada en la cama. Jamás la había visto, pero algo en sus facciones le resultaba familiar. Tendría entre cuarenta y cincuenta años, pues ya algunas arrugas surcaban su rostro y las canas asomaban en medio de la melena negra. Las sábanas dejaban entreveer que tenía un cuerpo menudo y enjuto, quizás consecuencia de haber soportado muchas privaciones.
Al escuchar el sonido de la puerta, Emilia levantó la vista y no pudo ocultar una cierta alivio al ver que su amiga ya estaba allí, dispuesta a atender a la enferma.
-¡Que bien que hayas llegado! Yo ya no sabía que más hacerle para aliviarle la fiebre. Está delirando, pero no logro entender nada de lo que dice.
-Está bien, yo me ocupo-le dijo mientras le quitaba el paño mojado de las manos.- Tú vete a descansar un rato, que hace ya unos días que te noto agotada.
-Gracias-respondió Emilia mientras se levantaba .- La verdad es que con tantas preocupaciones ultimamente no duermo bien. Pero tú tambien deberías aplicarte el cuento, que cada vez tienes más ojeras y estás más flaca.
-Tienes razón, pero ahora lo que tengo que hacer es cuidar de esta pobre mujer. Por cierto, tu marido me explicó que eran dos las que había pedido alojamiento y que la otra dijo que me conocía. ¿Dónde está?
-Dijo que tenía que cumplir con unos mandados, pero que estaría de vuelta al anochecer. Voy a ver si Alfonso o mi padre necesitan ayuda en la taberna. ¿Quieres que ponga agua a calentar para preparar alguno de tus mejungess?
-No, por ahora no. Esta mujer está inconsciente y no puede tragar nada. Además, estoy esperando a que llegue Mauricio.
-¿El capataz de los Montenegro?-preguntó extrañada Emilia.
-Sí, estaba conmigo en el cementerio cuando llegó Alfonso. Y se ha ofrecido a ir al Jaral a buscar el maletín con mis remedios. No creo que tarde mucho en llegar.
-Vaya, ¡quien lo ha visto y quien lo ve!
-Creeme, no es tan fiero como nos ha querido hacer creer durante todos estos años. Se merece una segunda oportunidad.
-Como tú digas-respondió con cierto escepticismo Emilia mientras salía de la habitación.
-Pase.
-Lamento el retraso Pepa, pero la criada no encontraba tu maletín.
-Pero si siempre lo dejo en el mismo sitio, junto a la entrada. Inés debería saberlo.
-Pues allí no estaba. Y tampoco en tu habitación. La pobre muchacha ha puesto el cuarto patas arriba y no ha sido capaz de encontrarlo.
-¿Y dónde estaba finalmente?-preguntó al ver que lo traía en la mano.
-Eso es lo más extraño. Cuando bajamos de tu cuarto lo encontramos en una de las mesas del salón.
Y te juro por la memoria de Efrén que cuando llegué al Jaral, el maletín no estaba en ese lugar. Creo que alguien lo ha puesto allí mientras Inés y yo rebuscabamos en tu habitación.
-Sí que es raro-la voz de Pepa sonaba dubitativa. Pero en un par de segundos se recompuso y volvió a ser la partera diligente de simpre.- Bueno, eso ahora no tiene importancia. Tengo que ocuparme de esta mujer. Tiene una pulmonía y la fiebre puede matarla. Hay que bajarsela como sea. ¿Puedes hacerme un favor?
-Por supuesto. Dime.
-Dile a Emilia que te deje un cubo y vete a llenarlo a la fuente. Vamos a necesitar mucha agua fría para tratar de bajarle la calentura.
-Al punto-respondió mientras a grades zancadas se dirigía hacia el patio.
Durante las siguientes horas Pepa se dedicó sin descanso a cambiar cada poco los paños húmedos con los que trataba de aliviar la fiebre de aquellas mujer,de la que ni siquiera sabía el nombre. Tambien le administró con cuentagotas una dosis de un viejo remedio para las neumonías, pero poco efecto podrían tener si la paciente no era capaz de tragar. Poco más podía hacer, salvo permanecer a su lado, vigilando la evolución y esperando que aquel cuerpo menudo y maltratado por la vida fuese capaz de vencer a la enfermedad.
Sólo se tomó un respiro cuando Mauricio le insistió para que fuera a la taberna a comer un poco de sopa de la que Emilia había preparado para la cena. Si bien apenas tenía apetito, disfrutó de aquel rato de conversación Alfonso y Juan Castañeda, que ahora era el propietario legal de la posada. Hablaron de Rosario e hicieron chanzas sobre una alocada historia de piratas con la que Hipólito había enredado a Paquito y Mariana. Cuando quiso darse cuenta, Pepa esta riendo por primera vez en semanas. Recordó las palabras que el capataz le había dirigido en el cementerio aquella tarde. “Al menos tú no está sola. Tienes mucha gente que te quiere y se preocupa por ti”.
El propio Mauricio y Emilia se ofrecieron a quedarse velando a la enferma para que ella pudiese regresar al Jaral. Pero se negó rotundamente, llevada por su enorme sentido del deber. Ella era lo más parecido a un médico que había en el pueblo, y ella era la que debía permanecer al lado del paciente en todo momento. Además, ellos necesitaban descansar, puesto que al día siguiente tendrían que hacer frente a sus obligaciones en las tierras de los Montenegro y en la casa de comidas respectivamente. Así que permaneció casi toda la noche despierta, atenta a los cambios en la respiración de la enferma y vigilando la temperatura de su frente. Sólo cuando cerca de la amanecida vio que la fiebre había bajado y que aquella mujer respiraba de un modo tranquilo, se dejó vencer por el sueño y se quedó dormida en el sillón.
El sol empezaba a despuntar en le horizonte cuando se despertó sobresaltada por una mano que le acariciaba con cuidado la mejilla.
-Pepa, cariño, despierta, que tu paciente ha recobrado el sentido y parece que ya está mucho mejor. Ya sabía yo que tú podrías curarla.
-Flora, ¿eres tú?-preguntó tratando de abrir los ojos y desentumecer el cuerpo tras aquella larga noche.
-Sí, tesoro, soy yo. Sabes que siempre cumplo mis promesas y ya te dije que nos volveríamos a encontrar.
-Flora, ¡me alegro tanto de verte!-exclamó emocionada la muchacha mientras se abrazaba a aquella mujer que siempre aparecía cuando más desesperada se encontraba.
-Y yo a ti. Aunque creo que es hora de que empieces a llamarme por mi verdadero nombre.
-¿No te llamas Flora?-le preguntó extrañada, aunque a estas alturas ya no debería sorprenderla nada de lo que tuviera que ver con la que ella consideraba su angel de la guarda.
-No, mi verdadero nombre es Macarena, pero eso es algo que de momento sólo sabemos tú, yo y Raquel-dijo dirigiendo su mirada hacia la mujer que permanecía tumbada en la cama.
Por cierto el final me ha dejado O_O