Foro El secreto de Puente Viejo
La Biblioteca (L - Z)
#0
23/10/2011 12:32
EL RINCÓN DE LADYG
El único entre todos I, II, III, IV, V
EL RINCÓN DE LAPUEBLA
Descubriendo al admirador secreto
Los Ulloa se preocupan por Alfonso
La vida sigue igual
Los consejos de Rosario
Al calor del fuego I, II, III
Llueve I, II
La voz que tanto echaba de menos
Para eso están las amigas
El último de los Castañeda
No sé
Pensamientos
La nueva vecina I - IV, V, VI - VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV
Sin rumbo I, II, III, IV
Un corazón demasiado grande
Soy una necia
Necedades y Cobardías
El amor es otra cosa
Derribando murallas
El nubarrón
Una petición sorprendente I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII , IX – XII
Deudas, cobardes y Victimas I (I) (II), II (I) (II), III, IV, V, VI,
El incendio
Con los cinco sentidos
EL RINCÓN DE LIBRITO
Hermanos para siempre. Las acelgas. Noche de ronda
Tertulia literaria, La siembra
Cinco meses I-IV
EL RINCÓN DE LNAEOWYN
Mi destino eres tú
Eres mi verdad
Raimundo al rescate
Rendición
Desmayo
Masaje
Qué borrachera, qué barbaridad...
EL RINCÓN DE MARTILEO
Cuenta la leyenda
El amor de mi vida
EL RINCÓN DE MARY
Cumpliendo un sueño I, II, III, IV
EL RINCÓN DE MIRI
Recuperando la fe
La verdad
Una realidad dolorosa
Yo te entiendo
De adonis y besos
EL RINCÓN DE NHGSA
Raimundo, Francisca y Carmen: un triángulo peligroso
Confesión I, II
EL RINCÓN DE OLSI
Descubriendo el amor I, II
El amor todo lo puede
Bendita equivocación
Sentimientos encontrados I, II
Verdadero amor I, II, III, VI
El orgullo de Alfonso I, II, III, VI
Descubriendo la verdad I, II
Despidiendo a un crápula I, II
Siempre estaré contigo I, II
La ilusión del amor I, II
El desengaño I, II, III
Sola
Reproches I(I), I(II), II, III, IV
Tenías que ser tú I, II, III
Abre los ojos I, II, III, VI, V
Ilusiones rotas
El tiempo lo cura todo I, II
La despedida
EL RINCÓN DE RIONA
Abrir los ojos
Su verdad
Si te vas
Y yo sin verte I, II, III, IV, V
Cobarde hasta el final
Un corazón que late por ti
Soy Emilia Ulloa Soy Alfonso Castañeda
La mano de un amigo I, II, III, IV, V
EL RINCÓN DE RISABELLA
Como a un hermano
Disimulando
Alfonso se baña en el río
Noche de pasión
EL RINCÓN DE VERREGO
Lo que tendría que ser...
EL RINCÓN DE VILIGA
Tristán y Pepa: Mi historia
EL RINCÓN DE YOLANADA
¡Cómo Duele! I, II, III, IV, V, VI, VII
EL RINCÓN DE ZIRTA
El despertar de Emilia Ulloa
Atrapado en mis recuerdos
La última carta
Contigo o sin tí (With or without you)
Tiempo perdido (Wasted time)
Si te vas
El tiro de gracia
Perro traidor
#201
03/12/2011 21:44
Pepa, Juani, si yo fuera Superman, seríais mi kriptonita
#202
07/12/2011 22:10
EL CAMINO QUE ME LLEVA A TI
No podía creerlo. En realidad, no quería hacerlo. Cuando Paquito había acudido a relatarle que había encontrado a Alfonso tan bien, había tragado saliva antes de dibujar su mejor sonrisa y de decirle que se alegraba mucho por él, haciendo de tripas corazón mientras el desencanto la reconcomía por dentro. Qué fácil había resultado para Alfonso el olvidarla. Tanto que le había insistido para que se casara con él, tanto que le había jurado y perjurado que la quería… no debía ser un amor tan grande cuando le había costado tan poco mirar para otro lado y borrarla de su mente.
En verdad, no sabía qué dolía más, si que hubiera dejado de quererla o que hubiera sido tan pronto, era una mezcla de desilusión con orgullo herido o tal vez todo se redujese a puro egoísmo. Porque era bonito saber que él la amaba… que era su fiel admirador secreto, su paladín defensor, su insistente enamorado, aunque ella se empecinara en rechazarlo. Sin embargo, también sabía que, debido a ello, iba a llegar el día en el que Alfonso se diera por vencido y dejaría de buscarla y, nunca se lo diría a nadie, pero en su afuero interno, deseaba que ese día no llegara jamás, porque lo amaba y tenía la esperanza de que obrase algún milagro que les permitiera estar juntos, ése que borrara toda aquella culpabilidad que le impedía aceptarlo estando embarazada de otro y que era mucho más poderosa que el amor que sentía por él.
Y, a pesar de todo ello, allí estaba, de camino a encontrarlo. Como excusa llevaba una cesta con un par de tarteras y la intención de interesarse por él, aunque ése no fuera el motivo real. De hecho, mientras caminaba, iba ensayando alguna que otra respuesta al porqué de su visita, sopesando cuál sería la más convincente.
Ni sabía el tiempo que llevaba ya haciéndolo cuando un murmullo de voces no muy lejano le daba razón de que por fin había dado con el campamento. Por la hora, imaginaba que aquella algarabía era la propia del descanso para comer y, en efecto vio a lo lejos como un puñado de hombres estaban sentados aquí y allá, con la alegría propia de un momento de relajo, mientras algunas mujeres acudían a ellos a servirles comida y bebida. Y en eso estaba Alfonso…
Emilia se detuvo en seco al verlo, aunque un mero acto reflejo la hizo ocultarse tras un árbol. Alfonso le extendía el vaso a una muchacha que se arrodillaba a su lado, jarra en mano. Él parecía feliz, sonreía, como hacía tiempo que Emilia no le veía hacerlo, y la joven apoyaba su otra mano en su hombro mientras se inclinaba sobre él a decirle algo, que muy ocurrente debía ser pues lo hacía reír, como nunca había reído con ella. Nunca se había percatado de la forma en que se curvaba su boca en plena carcajada, o como dejaba caer en modo descuidado la cabeza hacia atrás mientras sus hombros se sacudían, y caía en la cuenta entonces de que, cerca de ella, pocos momentos había recibido él así. A su lado todo eran cuitas y quebraderos de cabeza y no era lo que Alfonso se merecía, sino risas y regocijo, lo que esa muchacha morena con un chal sobre sus hombros parecía darle.
Giró sobre sus talones y comenzó a desandar el camino andado, aunque no pudo llegar muy lejos. La congoja se cernió sobre ella pronto, así que se apartó del sendero y se sentó a los pies del primer árbol que encontró queriendo que las lágrimas la diluyeran, haciéndola desaparecer. Se sintió minúscula en aquel bosque tan inmenso en el que la realidad la golpeaba por todas partes. Ella misma le había pedido que empeñara mejor su tiempo en buscarse una muchacha que lo quisiera… ¿qué esperaba que sucediera con ella cuando eso ocurriese? Si no era consciente de cuánto amaba a Alfonso Castañeda, ese instante era el mejor para que su corazón se lo hiciera saber porque jamás había sentido un dolor tan profundo en su vida. Cada uno de sus latidos era como una daga que se clavaba en el centro de su pecho, hiriente, incisiva y que le desgarraba el alma. Pero no tenía derecho a quejarse, ella misma lo había empujado a eso y, tanto que había dicho a los demás que viviría por y para su hijo, ahora debía grabárselo a fuego en su mente porque ya no tenía otro motivo para seguir en ese mundo más que ese niño que crecía en su vientre. Aquella remota esperanza que clamaba por un milagro se desvaneció y no le quedaba más que recrearse en su propia miseria.
<continúa>
#203
07/12/2011 22:12
Notó unos dedos que presionaban su hombro y gritó, mientras se apresuraba en levantarse. La cesta rodó de su regazo hasta el suelo aunque poco le importó al ver a quien tenía delante.
-Alfonso…
-Emilia, ¿qué…?
Ella dio un paso atrás. Él había alargado la mano hacia su cara, que debía estar hecha un Cristo, inundada de lágrimas, pero aquel maldito orgullo suyo la hizo apartarse mientras se limpiaba las mejillas con sendos manotazos.
-¿Por qué lloras? –preguntó él, sin embargo.
-No es nada, sólo que llegar hasta aquí me ha parecido fácil, pero es el camino de vuelta el que me está costando recorrer –dijo más para ella que para él.
-No deberías haber hecho un viaje tan largo, y menos en tu estado…
-Creí que no me habrías alcanzado a ver –cambió de tema un tanto seca, plantando una coraza invisible entre los dos, o intentándolo al menos.
-Y así ha sido –respondió, estudiándola con el ceño fruncido. –Unos compañeros me han advertido que te habían visto.
Ella lo miró extrañada. Tal vez había con él alguien del pueblo que la conocía.
-He hablado tanto de ti que, aunque no te han visto nunca, podrían reconocerte entre mil –admitió rehuyéndole ahora la mirada, como un niño que pide disculpas. –Por lo que parece, he seguido haciendo el ganso aunque tú no hayas estado presente.
-Pero ya veo que has dejado de hacerlo –apuntilló ella, aunque intentó que él no leyera en sus palabras más de la cuenta.
Alfonso torció el gesto, llevando un momento la mirada hacia el claro en el que aún seguían sus compañeros, tras lo que volvió a posarla en ella.
-Es lo que tú me pediste –alzó la barbilla. –Querías que me alejara de ti, que no insistiera más porque nunca me ibas a aceptar. Deseabas que me buscara una muchacha que me amase de verdad.
Oírlo de boca de Alfonso dolía casi igual que verlo con sus propios ojos, los que volvían a anegarse de lágrimas, así que se giró dándole la espalda. Alfonso no debía ver en ellos cuánto dolía.
-Tienes razón –susurró al no poder encontrar su voz en su garganta. –Tarde me he dado cuenta de lo inoportuno de mi visita y por eso no quería dejarme ver. No debía haber venido.
-No, no has debido –las palabras de Alfonso sonaron sorprendentemente duras y él parecía querer saber el efecto que causaban en ella porque la cogió de los hombros, volviéndola hacia él. –Sabes bien por qué marché de Puente Viejo, -prosiguió con la misma aspereza, -para olvidarte, para no verte sin poder tocarte, sin poder tenerte para mí –apretó la mandíbula, exasperado. -¿Crees que viniendo aquí me ayudas? Poco se ayuda a un hambriento al que se le pasea un mendrugo de pan por delante de las narices para luego echárselo a los perros.
Esta vez, Emilia no pudo hacer nada para ocultar sus lágrimas y, en cualquier caso, poco importaba ya. Había perdido a Alfonso, para siempre, y ni un millón de lágrimas iban a cambiar eso.
-Me alegro de que hayas encontrado tu camino –trató de sonar sincera. –Ahora, si me sueltas, trataré de recorrer el mío.
Alfonso aflojó su agarre, dejándola ir, observándola mientras daba el primer paso que la alejaba de él, con ojos impasibles, casi fríos. Así eran la última vez que Emilia le sostuvo la mirada, justo antes de dirigir la suya hacia el sendero para ya no volver la vista atrás. De hecho, contuvo el impulso de hacerlo más de una vez, preguntándose si Alfonso había continuado allí mientras ella se distanciaba o, si por el contrario, había vuelto con su nuevo amor, pero temió convertirse en estatua de sal, así que no separó la mirada de sus pasos hasta que no hubo llegado a Puente Viejo.
Cuando entró en la plaza ya anochecía. Se detuvo a sentarse un momento en la fuente para darse el mal merecido lujo de llorar una vez más por Alfonso, y no lo merecía porque ella había provocado toda esa situación, que él se marchara a buscar en otra parte la felicidad que ella se negaba a darle. Ahora sabía que sí habrían sido felices, que nunca tendría que haberse preguntado si Alfonso sería capaz de querer a su hijo porque se habría desvivido por él día y noche, al igual que se habría desvivido por hacerla dichosa a ella. Pero ya no quedaba más que enjugarse las lágrimas, y bien sabía que no sería la última vez que lo haría. Mojó sus mejillas con el agua fría del pilón y se encaminó hacia su casa.
Entró por la posada, no quería que su padre la viera de esa guisa y se sentó en la única mesa que estaba iluminada por una vela y, casualidad o no, era la misma mesa en la que Alfonso la había hecho sentar para, después pedirle, del modo más bonito que podía haber imaginado, que se casara con él. Cruzó los brazos encima de la mesa y apoyó la frente sobre ellos y, aunque no quería seguir llorando, tampoco pudo evitar que las lágrimas asomaran a aquel recuerdo. Aquel “mírame, Emilia” aún resonaba en sus oídos, tan vívido que parecía real.
-Emilia… ¡Emilia!
La muchacha dio un respingo sentada en aquel taburete al escuchar a Alfonso a su lado, y no al de su imaginación, sino al de verdad.
-¿Pero cómo…?
-Mucho te has tardado en llegar –le decía él, medio en serio medio en broma, sabiendo que lo excepcional del asunto era que él estuviera allí después de lo sucedido.
Y Emilia no sabía si reír o llorar porque no entendía nada ni podía pararse a pensar en ello. ¿Alfonso le estaba tomando el pelo o en el trayecto había olvidado su encuentro de hacía sólo unas horas? Porque ella había sentido como el alma se le perdía en aquel bosque.
-He venido campo a través para llegar antes que tú –continuó él, -aunque un par de zarzas pretendían dificultar mi cometido –se chanceaba.
<continúa>
-Alfonso…
-Emilia, ¿qué…?
Ella dio un paso atrás. Él había alargado la mano hacia su cara, que debía estar hecha un Cristo, inundada de lágrimas, pero aquel maldito orgullo suyo la hizo apartarse mientras se limpiaba las mejillas con sendos manotazos.
-¿Por qué lloras? –preguntó él, sin embargo.
-No es nada, sólo que llegar hasta aquí me ha parecido fácil, pero es el camino de vuelta el que me está costando recorrer –dijo más para ella que para él.
-No deberías haber hecho un viaje tan largo, y menos en tu estado…
-Creí que no me habrías alcanzado a ver –cambió de tema un tanto seca, plantando una coraza invisible entre los dos, o intentándolo al menos.
-Y así ha sido –respondió, estudiándola con el ceño fruncido. –Unos compañeros me han advertido que te habían visto.
Ella lo miró extrañada. Tal vez había con él alguien del pueblo que la conocía.
-He hablado tanto de ti que, aunque no te han visto nunca, podrían reconocerte entre mil –admitió rehuyéndole ahora la mirada, como un niño que pide disculpas. –Por lo que parece, he seguido haciendo el ganso aunque tú no hayas estado presente.
-Pero ya veo que has dejado de hacerlo –apuntilló ella, aunque intentó que él no leyera en sus palabras más de la cuenta.
Alfonso torció el gesto, llevando un momento la mirada hacia el claro en el que aún seguían sus compañeros, tras lo que volvió a posarla en ella.
-Es lo que tú me pediste –alzó la barbilla. –Querías que me alejara de ti, que no insistiera más porque nunca me ibas a aceptar. Deseabas que me buscara una muchacha que me amase de verdad.
Oírlo de boca de Alfonso dolía casi igual que verlo con sus propios ojos, los que volvían a anegarse de lágrimas, así que se giró dándole la espalda. Alfonso no debía ver en ellos cuánto dolía.
-Tienes razón –susurró al no poder encontrar su voz en su garganta. –Tarde me he dado cuenta de lo inoportuno de mi visita y por eso no quería dejarme ver. No debía haber venido.
-No, no has debido –las palabras de Alfonso sonaron sorprendentemente duras y él parecía querer saber el efecto que causaban en ella porque la cogió de los hombros, volviéndola hacia él. –Sabes bien por qué marché de Puente Viejo, -prosiguió con la misma aspereza, -para olvidarte, para no verte sin poder tocarte, sin poder tenerte para mí –apretó la mandíbula, exasperado. -¿Crees que viniendo aquí me ayudas? Poco se ayuda a un hambriento al que se le pasea un mendrugo de pan por delante de las narices para luego echárselo a los perros.
Esta vez, Emilia no pudo hacer nada para ocultar sus lágrimas y, en cualquier caso, poco importaba ya. Había perdido a Alfonso, para siempre, y ni un millón de lágrimas iban a cambiar eso.
-Me alegro de que hayas encontrado tu camino –trató de sonar sincera. –Ahora, si me sueltas, trataré de recorrer el mío.
Alfonso aflojó su agarre, dejándola ir, observándola mientras daba el primer paso que la alejaba de él, con ojos impasibles, casi fríos. Así eran la última vez que Emilia le sostuvo la mirada, justo antes de dirigir la suya hacia el sendero para ya no volver la vista atrás. De hecho, contuvo el impulso de hacerlo más de una vez, preguntándose si Alfonso había continuado allí mientras ella se distanciaba o, si por el contrario, había vuelto con su nuevo amor, pero temió convertirse en estatua de sal, así que no separó la mirada de sus pasos hasta que no hubo llegado a Puente Viejo.
Cuando entró en la plaza ya anochecía. Se detuvo a sentarse un momento en la fuente para darse el mal merecido lujo de llorar una vez más por Alfonso, y no lo merecía porque ella había provocado toda esa situación, que él se marchara a buscar en otra parte la felicidad que ella se negaba a darle. Ahora sabía que sí habrían sido felices, que nunca tendría que haberse preguntado si Alfonso sería capaz de querer a su hijo porque se habría desvivido por él día y noche, al igual que se habría desvivido por hacerla dichosa a ella. Pero ya no quedaba más que enjugarse las lágrimas, y bien sabía que no sería la última vez que lo haría. Mojó sus mejillas con el agua fría del pilón y se encaminó hacia su casa.
Entró por la posada, no quería que su padre la viera de esa guisa y se sentó en la única mesa que estaba iluminada por una vela y, casualidad o no, era la misma mesa en la que Alfonso la había hecho sentar para, después pedirle, del modo más bonito que podía haber imaginado, que se casara con él. Cruzó los brazos encima de la mesa y apoyó la frente sobre ellos y, aunque no quería seguir llorando, tampoco pudo evitar que las lágrimas asomaran a aquel recuerdo. Aquel “mírame, Emilia” aún resonaba en sus oídos, tan vívido que parecía real.
-Emilia… ¡Emilia!
La muchacha dio un respingo sentada en aquel taburete al escuchar a Alfonso a su lado, y no al de su imaginación, sino al de verdad.
-¿Pero cómo…?
-Mucho te has tardado en llegar –le decía él, medio en serio medio en broma, sabiendo que lo excepcional del asunto era que él estuviera allí después de lo sucedido.
Y Emilia no sabía si reír o llorar porque no entendía nada ni podía pararse a pensar en ello. ¿Alfonso le estaba tomando el pelo o en el trayecto había olvidado su encuentro de hacía sólo unas horas? Porque ella había sentido como el alma se le perdía en aquel bosque.
-He venido campo a través para llegar antes que tú –continuó él, -aunque un par de zarzas pretendían dificultar mi cometido –se chanceaba.
<continúa>
#204
07/12/2011 22:12
Por un instante, a Emilia le pareció tener delante a aquel muchacho que, empapado hasta los huesos, le había traído un ramillete de pensamientos, o el que le cantó serenata siguiendo al tarambana de Hipólito. Era como si el tiempo no hubiera pasado, pero lo había hecho, y de qué forma. Alfonso se había marchado con la firme intención de olvidarla y lo había conseguido, le había quedado muy claro aquella tarde. Y le dolía ver que era capaz de presentarse allí y comportarse como si nada hubiera ocurrido, cuando ella estaba penando con el simple hecho de volver a verlo. Le estaba recitando el papel de amigo y ella ya no podía aplaudirlo.
-¿Cómo puedes hacerlo, Alfonso? –lo cortó entonces, casi con brusquedad, tratando de deshacer el nudo que se le formaba en la garganta. –Dime cuál es esa fórmula mágica que usas para poder olvidar de esta forma sin que te quede seña alguna porque la necesito.
Ahora Alfonso se puso serio, con los brazos tensos y los puños apretados.
-Quieres olvidarme a mí ¿verdad? –preguntó él con tono afilado. –Borrar de tu mente mi amor por ti.
-¡No! –exclamó con voz llorosa, sin alzar la vista. –Quiero olvidar el mío por ti –sollozó, -para poder mirarte a la cara sin que todo esto que siento me aplaste.
Alfonso cayó de rodillas frente a ella, tembloroso, con una mezcolanza de esperanza y temor reflejada en la cara.
-Repítelo –le susurró, -dilo otra vez.
Pero Emilia negaba con la cabeza, arrepentida de callar a destiempo y de hablar a deshora. Aunque ese simple gesto no iba a decidir también por él, de hecho, tomó el rostro de Emilia entre sus manos para impedirlo y, sabiendo que ella no iba a responder a su petición, él mismo respondió por los dos. Obsequió a Emilia con un beso, el que ella había deseado desde que Alfonso le robara aquel en su casa, presto pero certero, el que hizo que su corazón viera la verdad. Estaba vez no quería que acabase como aquel, antes de que hubiera empezado, así que apretó contra sus manos las de Alfonso, que aún sostenían sus mejillas, sintiéndolas cálidas, amables. Y abrió sus labios y lo instó a enredarse con ella porque quería intoxicarse de él, impregnarse de su saliva y respirar de su aliento, llenarse de su sabor a hombre y a campo, embriagar su corazón durante un momento, hasta que su razón viniera reclamando su espacio.
-Tú no deberías estar aquí –se separó ella levantándose, haciendo lo correcto, aunque no quisiera. –Os vi a ti y a esa muchacha…
-Nada pudiste ver porque nada hay –le aseguró Alfonso, siguiendo sus pasos y suplicándole con los ojos que lo creyera.
-Pero… lo que me dijiste –era demasiado pronto para dar rienda suelta a la ilusión.
-¿Qué esperabas? –preguntó él con resignación. –¿Que te dijera que me moría por borrar esas lágrimas de tus mejillas a besos? Nunca quisiste mis palabras de amor y sabes que por eso me marché.
-¿Y por qué estás aquí? –lo miró con ojos expectantes.
-Porque soy un necio –se acercó el único paso que los separaba. –Porque puedo irme al fin del mundo pero, a la postre, acabaré volviendo a ti -se inclinó despacio sobre ella. –Aunque creo que esta noche culmina mi andadura después de lo que acaba ocurrir –prosiguió, con la mirada fija en la boca de Emilia que lo esperaba a medio abrir y que él volvió a devorar, hambriento como estaba de ella.
Emilia alzo sus manos hasta enredar sus dedos en su corto cabello mientras él la estrechaba entre sus brazos con fuerza, como se estrechaban sus bocas.
-A esto me refiero –susurró Alfonso sobre sus labios, -a que me quieres.
-Sí, Alfonso, te quiero –hundió su rostro en su pecho, llena de vergüenza. –Y la necia soy yo por alejarte una y otra vez cuando en realidad no quería que te separaras de mí jamás.
-Ya no lo haré –la apretó contra él.
-¿Estás seguro? –preguntó con cautela. –Puede que dentro de un tiempo te canses de mantener al hijo de otro –continuó mientras alzaba su rostro para poder ver su respuesta.
-Y tú puede que te canses de mí cuando me convierta en un viejo achacoso y cascarrabias.
-Estoy hablando en serio –quiso reprocharle, aunque no pudo evitar que se le escapara una risita.
-Yo también hablo en serio cuando te digo que ya lo quiero como si fuera mío –le dijo con dulzura. –Sabes –puso una traviesa sonrisa de medio lado –vamos a tener un hijo sietemesino precioso.
Emilia no sabía si reír con su ocurrencia o emocionarse con su bondad, aunque no le dio tiempo a ninguna de las dos cosas. Alfonso volvió a demandar sus labios y ella se los ofreció gustosa, sabiendo que ése sería el preludio de muchos más momentos de felicidad a compartir.
Siguieron besándose con la luz de aquella vela como único testigo y que pronto se extinguiría. Aunque bien podía extinguirse todo el mundo a su alrededor, porque jamás lo haría su amor.
-¿Cómo puedes hacerlo, Alfonso? –lo cortó entonces, casi con brusquedad, tratando de deshacer el nudo que se le formaba en la garganta. –Dime cuál es esa fórmula mágica que usas para poder olvidar de esta forma sin que te quede seña alguna porque la necesito.
Ahora Alfonso se puso serio, con los brazos tensos y los puños apretados.
-Quieres olvidarme a mí ¿verdad? –preguntó él con tono afilado. –Borrar de tu mente mi amor por ti.
-¡No! –exclamó con voz llorosa, sin alzar la vista. –Quiero olvidar el mío por ti –sollozó, -para poder mirarte a la cara sin que todo esto que siento me aplaste.
Alfonso cayó de rodillas frente a ella, tembloroso, con una mezcolanza de esperanza y temor reflejada en la cara.
-Repítelo –le susurró, -dilo otra vez.
Pero Emilia negaba con la cabeza, arrepentida de callar a destiempo y de hablar a deshora. Aunque ese simple gesto no iba a decidir también por él, de hecho, tomó el rostro de Emilia entre sus manos para impedirlo y, sabiendo que ella no iba a responder a su petición, él mismo respondió por los dos. Obsequió a Emilia con un beso, el que ella había deseado desde que Alfonso le robara aquel en su casa, presto pero certero, el que hizo que su corazón viera la verdad. Estaba vez no quería que acabase como aquel, antes de que hubiera empezado, así que apretó contra sus manos las de Alfonso, que aún sostenían sus mejillas, sintiéndolas cálidas, amables. Y abrió sus labios y lo instó a enredarse con ella porque quería intoxicarse de él, impregnarse de su saliva y respirar de su aliento, llenarse de su sabor a hombre y a campo, embriagar su corazón durante un momento, hasta que su razón viniera reclamando su espacio.
-Tú no deberías estar aquí –se separó ella levantándose, haciendo lo correcto, aunque no quisiera. –Os vi a ti y a esa muchacha…
-Nada pudiste ver porque nada hay –le aseguró Alfonso, siguiendo sus pasos y suplicándole con los ojos que lo creyera.
-Pero… lo que me dijiste –era demasiado pronto para dar rienda suelta a la ilusión.
-¿Qué esperabas? –preguntó él con resignación. –¿Que te dijera que me moría por borrar esas lágrimas de tus mejillas a besos? Nunca quisiste mis palabras de amor y sabes que por eso me marché.
-¿Y por qué estás aquí? –lo miró con ojos expectantes.
-Porque soy un necio –se acercó el único paso que los separaba. –Porque puedo irme al fin del mundo pero, a la postre, acabaré volviendo a ti -se inclinó despacio sobre ella. –Aunque creo que esta noche culmina mi andadura después de lo que acaba ocurrir –prosiguió, con la mirada fija en la boca de Emilia que lo esperaba a medio abrir y que él volvió a devorar, hambriento como estaba de ella.
Emilia alzo sus manos hasta enredar sus dedos en su corto cabello mientras él la estrechaba entre sus brazos con fuerza, como se estrechaban sus bocas.
-A esto me refiero –susurró Alfonso sobre sus labios, -a que me quieres.
-Sí, Alfonso, te quiero –hundió su rostro en su pecho, llena de vergüenza. –Y la necia soy yo por alejarte una y otra vez cuando en realidad no quería que te separaras de mí jamás.
-Ya no lo haré –la apretó contra él.
-¿Estás seguro? –preguntó con cautela. –Puede que dentro de un tiempo te canses de mantener al hijo de otro –continuó mientras alzaba su rostro para poder ver su respuesta.
-Y tú puede que te canses de mí cuando me convierta en un viejo achacoso y cascarrabias.
-Estoy hablando en serio –quiso reprocharle, aunque no pudo evitar que se le escapara una risita.
-Yo también hablo en serio cuando te digo que ya lo quiero como si fuera mío –le dijo con dulzura. –Sabes –puso una traviesa sonrisa de medio lado –vamos a tener un hijo sietemesino precioso.
Emilia no sabía si reír con su ocurrencia o emocionarse con su bondad, aunque no le dio tiempo a ninguna de las dos cosas. Alfonso volvió a demandar sus labios y ella se los ofreció gustosa, sabiendo que ése sería el preludio de muchos más momentos de felicidad a compartir.
Siguieron besándose con la luz de aquella vela como único testigo y que pronto se extinguiría. Aunque bien podía extinguirse todo el mundo a su alrededor, porque jamás lo haría su amor.
#205
07/12/2011 23:22
Riona, ¿dónde estabas? Me declaro tu fan incondicional.
Me encanta como escribes.
Ideal para este momento de incertidumbre.
No nos abandones y sigue escribiendo para nosotras. Gracias-
Me encanta como escribes.
Ideal para este momento de incertidumbre.
No nos abandones y sigue escribiendo para nosotras. Gracias-
#206
08/12/2011 11:43
riona es precioso......con los vellos de punta estoy.........gracias!!!!
#207
08/12/2011 17:03
Gracias Juani
#208
08/12/2011 18:03
¡Qué bonito relato Riona! Me ha emocionado muchísimo. Sabes cómo crear la espectación adecuada. Es realmente hermoso. Felicidades
#209
08/12/2011 18:32
Riona muchísimas gracias. El fic es precioso. Que falta nos hacía algo asi. Quien fuera Emilia para derramar esas lágrimas, si la recompensa es esa
#210
08/12/2011 18:35
Hola.
Dejo la referencia del fic: **** La decisión de Alfonso****
Parte 1
https://www.formulatv.com/series/el-secreto-de-puente-viejo/foros/877/700/el-rincon-de-alfonso-y-emilia-post-para-hablar-de-esta-pareja.
Partes 2 y 3
https://www.formulatv.com/series/el-secreto-de-puente-viejo/foros/877/701/el-rincon-de-alfonso-y-emilia-post-para-hablar-de-esta-pareja.
Dejo la referencia del fic: **** La decisión de Alfonso****
Parte 1
https://www.formulatv.com/series/el-secreto-de-puente-viejo/foros/877/700/el-rincon-de-alfonso-y-emilia-post-para-hablar-de-esta-pareja.
Partes 2 y 3
https://www.formulatv.com/series/el-secreto-de-puente-viejo/foros/877/701/el-rincon-de-alfonso-y-emilia-post-para-hablar-de-esta-pareja.
#211
08/12/2011 21:11
es precioso riona, me ha puesto la piel de gallina.
#212
09/12/2011 00:33
Precioso
#213
09/12/2011 11:39
Juani ya sabes lo que opino de tus relatos.........Lo único, que ojalá tuvieras tiempo de escribir más a menudo.
Por cierto, os recomiendo una historias que están escribiendo Verrego y Artemisilla: "Una historia de dos, la gran sorpesa". De verdad que merece la pena por lo original del relato y por mostrarnos a algún personaje de un modo muy diferente a como lo pintan en la serie.
Y ahora os dejo el último atentando de mi neurona. Aviso, tiene todo aquello que yo no quisiera ver nunca en la serie porque algún personaje va a sufrir mucho y no se lo merece. Es un modo de "arrebatarles" las malas ideas a los guionistas para que no las plasmen en la pantalla.
FANTASMAS Y SOMBRAS (Parte 1)
Emilia se despertó sobresaltada. No sabía quér hora era, pero por la oscuridad que dominaba la estancia sabía que aun faltaba un buen rato para el amanecer. Había tenido una pesadilla, no recordaba cual, pero era algo triste y angustioso. “Tranquila, sólo ha sido un mal sueño” trató de calmarse a si misma, pero un mal presentimiento ensombrecía su ánimo. Algo terrible estaba a punto de ocurrir, lo sabía. Se acarición el abultado vientre. Apenas faltaban unos días para salir de cuentas y la criatura que llevaba en sus entrañas cada día estaba más inquieta. “Todo saldrá bien” volvía a repetirse a si misma. Sólo unos días más y tendría a su hijo en los brazos. Confiaba en las palabras de Pepa y de su propio padre, cuando le decían que todos los sinsabores, los mareos, las nauseas, el miedo, la zozobra, todo lo malo quedarían olvidados cuando viese la carita de su pequeño. Y esa era la esperanza a la que se aferraba para soportar todos los golpes que la vida le estaba dando a ella y a sus seres queridos.
Pepa, su buena amiga Pepa, se había trasladado a vivir a El Jaral con su madre. Si por ella fuera jamás habría abandonado la posada, donde se sentía una más del clan Ulloa. Sin embargo, la milagrosa aparición de Martín la obligó a aceptar por fin la oferta de doña Agueda. Su niño se merecía lo mejor y en aquel inmenso caserío no añoraría las comodidades de la casona de los Montenegro, aunque al principio sí echó de menos los mimos de Mariana y los dulces que le preparaba Rosario. Poco a poco, gracias al amor de su madre y al cariño de aquella nueva abuela tan distinta a Francisca, el pequeño fue recuperando la alegría y saliendo del terror en el que le había sumido el canalla de Carlos Castro. Fue incapaz de pronunciar una palabra durante meses. Ni su tía Calvario, ni los sacerdotes del seminario donde estuvo interno lograron arrancar un sonido de su garganta. Sólo en el momento en que pisó Puenteviejo y pudo abrazar a Pepa rompió su silencio para llamar a la que pronto descubriría que era su verdadera madre. Por fin el destino había decidido darle una tregua a la partera, aunque su corazón seguía sangrando de dolor cada vez que veía a Tristán.
Tampoco Tristán había podido reconducir su vida. Si bien la vuelta de Martín había supuesto una gran alegría, no podía dejar de lamentarse por el hecho de que jamás podría formar una familia con Pepa. Además, la salud de su madre y las finanzas de la familia eran una constante fuente de preocupación. Sólo contaba con el apoyo incondicional de Rosario, la buena de Rosario, la que siempre había estado ahí para escucharlo y arroparlo en los malos momentos. También encontraba algo de consuelo en las escasas ocasiones en las que podía conversar con Raimundo, aquel hombre al que nunca entedería por qué su madre le tenía tanta inquina.
Sebastián se había embarcado en una batalla legal con los Castro-Montenegro por culpa de la conservera. Su carácter se había vuelto más retraído que nunca y ya no recordaba cuando había sido la última vez que lo había visto sonreír. Su empeño por comprar y reflotar la fábrica lo había llevado a enemistarse con Tristán, su mejor amigo. Incluso, en alguna ocasión había llegado a enfrentarse a Raimundo, cuando éste trataba de aconsejarle que no antepusiese los negocios y el dinero a aquella amistad que los unía desde chiquillos. Su padre siempre había simpatizado con aquel muchacho, a pesar de ser hijo de su mayor enemiga. O precisamente era esa la causa de su cariño, que era hijo de Francisca Montenegro. Bastante desgracia había tenido ya con los padres que le habían tocado en suerte.
Raimundo, aunque no decía nada, estaba preocupado por su hijos y por la salud de doña Francisca. Todo Puenteviejo sabía que la Montenegro estaba aquejada de terribles dolores e incluso algunos hacían chanzas diciendo que sólo su deseo de acabar con los Mesía la mantenía con vida. La doctora Casas insistía una y otra vez en que debía irse a Madrid para tratar el mal que la aquejaba. Pero la doña no dejaba a un lado su testarudez y se negaba a abandonar sus dominios. Raimundo se moría de ganas de ir a visitarla, aunque sólo fuera para ver su rostro una vez más. Sin embargo, no se había atrevido a adentrarse en los límites de la casona y era don Anselmo el encargado de mantenerlo informado.
Y ella, ella sólo intentaba sobrevivir en medio de las habladurías y las miradas de repobración o de lástima hacia Emilia Ulloa, la muchacha soltera embarazada de un sinvergüenza. Escuchaba murmullos a sus espaldas cuando cruzaba la plaza y aguantaba comentarios malintencionados cuando entraba en el colmado. Sólo entre sus fogones encontraba algo de paz y sosiego. Pero lo peor era aquel vacío que sentía desde que Alfonso se había marchado del pueblo. Alfonso Castañeda, el que siempre había sido su amigo fiel, el que pudo haber sido su marido si ella no hubiera sido tan cabezota. Todas las noches lloraba por haber estado tan ciega como para no haber visto lo que signficaba en su vida y el amor que él siempre le había profesado. Recordaba todos aquellos juegos y travesuras compartidas, sus palabras de aliento cuando creía que su vida se desmoronaba, su ayuda incondicional en los malos momentos, sus bromas. Incluso echaba de menos las discusiones y las peleas. Daría cualquier cosa por volver a verlo, por oír su voz aunque sólo fuese para hacerle un reproche. Pero ahora lo único que sabía de él es que se encontraba bien en su nuevo trabajo de leñador. Ni siquiera podía hablar con Rosario y Mariana, que la seguía culpando de la marcha de su hermano. Las únicas nuevas que podía conocer eran las que le traía el bueno de Hipólito, quien siempre se esforzaba por sonsacarle una sonrisa con sus ocurrencias y sus palabras de ánimo. Al final había resultado ser un amigo leal.
Volvió a encojerse bajo las sabanas y cerró los ojos mientras acariciaba su tripa. Intentaría dormir un par de horas más. Al mismo tiempo que ella lograba conciliar el sueño, en otro lugar lejos de allí un hombre se despertaba sobresaltado y empapado en sudor.
-¡No, no por favor, no puede pasarle nada malo! –gritó aun medio dormido. No recordaba exactamente cual había sido la pesadilla, pero sí sabía quien era la víctima y él no podía hacer nada.
-Tranquilo, que sólo ha sido un mal sueño-le susurró aquella voz dulce pero que a veces le sonaba extraña, como si no debiera estar allí junto a él.-Intenta dormir un poquito más, que no puedes deslomarte en el bosque como lo haces y luego no descansar como es debido. A este paso te vas a enfermar.
-Lo siento. No quería despertarte. Esto me pasa por cenar demasiado. Debería hacerle caso a mi madre cuando dice eso de que hay desayunar como un rey, comer como un marqués y cenar como un mendigo. Pero siempre he sido un buen tragaldabas.
Besó la frente de aquella mujer morena y menuda mientras ella se acurrucaba junto a su pecho. Pensó que la vida era una continua broma del destino. Se había pasado años rogándole a un dios en el que no estaba muy seguro de creer que ella acabase sintiendo sólo una parte del amor que él sentía. Y ahora rezaba para algún día poder corresponder a aquella muchacha morena que trataba de sanar sus heridas.
Por cierto, os recomiendo una historias que están escribiendo Verrego y Artemisilla: "Una historia de dos, la gran sorpesa". De verdad que merece la pena por lo original del relato y por mostrarnos a algún personaje de un modo muy diferente a como lo pintan en la serie.
Y ahora os dejo el último atentando de mi neurona. Aviso, tiene todo aquello que yo no quisiera ver nunca en la serie porque algún personaje va a sufrir mucho y no se lo merece. Es un modo de "arrebatarles" las malas ideas a los guionistas para que no las plasmen en la pantalla.
FANTASMAS Y SOMBRAS (Parte 1)
Emilia se despertó sobresaltada. No sabía quér hora era, pero por la oscuridad que dominaba la estancia sabía que aun faltaba un buen rato para el amanecer. Había tenido una pesadilla, no recordaba cual, pero era algo triste y angustioso. “Tranquila, sólo ha sido un mal sueño” trató de calmarse a si misma, pero un mal presentimiento ensombrecía su ánimo. Algo terrible estaba a punto de ocurrir, lo sabía. Se acarición el abultado vientre. Apenas faltaban unos días para salir de cuentas y la criatura que llevaba en sus entrañas cada día estaba más inquieta. “Todo saldrá bien” volvía a repetirse a si misma. Sólo unos días más y tendría a su hijo en los brazos. Confiaba en las palabras de Pepa y de su propio padre, cuando le decían que todos los sinsabores, los mareos, las nauseas, el miedo, la zozobra, todo lo malo quedarían olvidados cuando viese la carita de su pequeño. Y esa era la esperanza a la que se aferraba para soportar todos los golpes que la vida le estaba dando a ella y a sus seres queridos.
Pepa, su buena amiga Pepa, se había trasladado a vivir a El Jaral con su madre. Si por ella fuera jamás habría abandonado la posada, donde se sentía una más del clan Ulloa. Sin embargo, la milagrosa aparición de Martín la obligó a aceptar por fin la oferta de doña Agueda. Su niño se merecía lo mejor y en aquel inmenso caserío no añoraría las comodidades de la casona de los Montenegro, aunque al principio sí echó de menos los mimos de Mariana y los dulces que le preparaba Rosario. Poco a poco, gracias al amor de su madre y al cariño de aquella nueva abuela tan distinta a Francisca, el pequeño fue recuperando la alegría y saliendo del terror en el que le había sumido el canalla de Carlos Castro. Fue incapaz de pronunciar una palabra durante meses. Ni su tía Calvario, ni los sacerdotes del seminario donde estuvo interno lograron arrancar un sonido de su garganta. Sólo en el momento en que pisó Puenteviejo y pudo abrazar a Pepa rompió su silencio para llamar a la que pronto descubriría que era su verdadera madre. Por fin el destino había decidido darle una tregua a la partera, aunque su corazón seguía sangrando de dolor cada vez que veía a Tristán.
Tampoco Tristán había podido reconducir su vida. Si bien la vuelta de Martín había supuesto una gran alegría, no podía dejar de lamentarse por el hecho de que jamás podría formar una familia con Pepa. Además, la salud de su madre y las finanzas de la familia eran una constante fuente de preocupación. Sólo contaba con el apoyo incondicional de Rosario, la buena de Rosario, la que siempre había estado ahí para escucharlo y arroparlo en los malos momentos. También encontraba algo de consuelo en las escasas ocasiones en las que podía conversar con Raimundo, aquel hombre al que nunca entedería por qué su madre le tenía tanta inquina.
Sebastián se había embarcado en una batalla legal con los Castro-Montenegro por culpa de la conservera. Su carácter se había vuelto más retraído que nunca y ya no recordaba cuando había sido la última vez que lo había visto sonreír. Su empeño por comprar y reflotar la fábrica lo había llevado a enemistarse con Tristán, su mejor amigo. Incluso, en alguna ocasión había llegado a enfrentarse a Raimundo, cuando éste trataba de aconsejarle que no antepusiese los negocios y el dinero a aquella amistad que los unía desde chiquillos. Su padre siempre había simpatizado con aquel muchacho, a pesar de ser hijo de su mayor enemiga. O precisamente era esa la causa de su cariño, que era hijo de Francisca Montenegro. Bastante desgracia había tenido ya con los padres que le habían tocado en suerte.
Raimundo, aunque no decía nada, estaba preocupado por su hijos y por la salud de doña Francisca. Todo Puenteviejo sabía que la Montenegro estaba aquejada de terribles dolores e incluso algunos hacían chanzas diciendo que sólo su deseo de acabar con los Mesía la mantenía con vida. La doctora Casas insistía una y otra vez en que debía irse a Madrid para tratar el mal que la aquejaba. Pero la doña no dejaba a un lado su testarudez y se negaba a abandonar sus dominios. Raimundo se moría de ganas de ir a visitarla, aunque sólo fuera para ver su rostro una vez más. Sin embargo, no se había atrevido a adentrarse en los límites de la casona y era don Anselmo el encargado de mantenerlo informado.
Y ella, ella sólo intentaba sobrevivir en medio de las habladurías y las miradas de repobración o de lástima hacia Emilia Ulloa, la muchacha soltera embarazada de un sinvergüenza. Escuchaba murmullos a sus espaldas cuando cruzaba la plaza y aguantaba comentarios malintencionados cuando entraba en el colmado. Sólo entre sus fogones encontraba algo de paz y sosiego. Pero lo peor era aquel vacío que sentía desde que Alfonso se había marchado del pueblo. Alfonso Castañeda, el que siempre había sido su amigo fiel, el que pudo haber sido su marido si ella no hubiera sido tan cabezota. Todas las noches lloraba por haber estado tan ciega como para no haber visto lo que signficaba en su vida y el amor que él siempre le había profesado. Recordaba todos aquellos juegos y travesuras compartidas, sus palabras de aliento cuando creía que su vida se desmoronaba, su ayuda incondicional en los malos momentos, sus bromas. Incluso echaba de menos las discusiones y las peleas. Daría cualquier cosa por volver a verlo, por oír su voz aunque sólo fuese para hacerle un reproche. Pero ahora lo único que sabía de él es que se encontraba bien en su nuevo trabajo de leñador. Ni siquiera podía hablar con Rosario y Mariana, que la seguía culpando de la marcha de su hermano. Las únicas nuevas que podía conocer eran las que le traía el bueno de Hipólito, quien siempre se esforzaba por sonsacarle una sonrisa con sus ocurrencias y sus palabras de ánimo. Al final había resultado ser un amigo leal.
Volvió a encojerse bajo las sabanas y cerró los ojos mientras acariciaba su tripa. Intentaría dormir un par de horas más. Al mismo tiempo que ella lograba conciliar el sueño, en otro lugar lejos de allí un hombre se despertaba sobresaltado y empapado en sudor.
-¡No, no por favor, no puede pasarle nada malo! –gritó aun medio dormido. No recordaba exactamente cual había sido la pesadilla, pero sí sabía quien era la víctima y él no podía hacer nada.
-Tranquilo, que sólo ha sido un mal sueño-le susurró aquella voz dulce pero que a veces le sonaba extraña, como si no debiera estar allí junto a él.-Intenta dormir un poquito más, que no puedes deslomarte en el bosque como lo haces y luego no descansar como es debido. A este paso te vas a enfermar.
-Lo siento. No quería despertarte. Esto me pasa por cenar demasiado. Debería hacerle caso a mi madre cuando dice eso de que hay desayunar como un rey, comer como un marqués y cenar como un mendigo. Pero siempre he sido un buen tragaldabas.
Besó la frente de aquella mujer morena y menuda mientras ella se acurrucaba junto a su pecho. Pensó que la vida era una continua broma del destino. Se había pasado años rogándole a un dios en el que no estaba muy seguro de creer que ella acabase sintiendo sólo una parte del amor que él sentía. Y ahora rezaba para algún día poder corresponder a aquella muchacha morena que trataba de sanar sus heridas.
#214
09/12/2011 11:41
-Dolores, por una vez y sin que sirva de precedente estoy de acuerdo con su hijo. No es de recibo que ande hablando así de la chiquilla de los Ulloa. Al fin y al cabo siempre han sido buenos vecinos-Don Anselmo seguía recriminando a la mujer del alcalde sus continuas maledicencias para con Emilia.
-Pero padre, no me negará que es un escándalo, una madre soltera no es un buen ejemplo para nadie.
-Usted mejor que nadie debería saber que todo el mundo comente errores, sobre todo si de por medio hay desalmados sin escrúpulos que se aprovechan y engañan. ¿O no se acuerda de la clase e sinvergüenza que resultó ser el tal Severiano?. Por desgracia Emilia no fue la única muchacha a la que engañó.
-La culpa fue de ella por dejarse engañar-la tendera no daba su brazo a torcer.Además, ¿quién les dice a ustedes que el hijo de no es del mayor de los Castañeda?, que esos dos siempre andaban muy juntitos.
-¡Madre, ya está bien!. No consiento que hable así ni de Emilia ni de Alfonso. ¿Pero cuántas veces le tengo que decir que el padre de la criatura es el impresentable de Severiano?-la voz de Hipólito sonaba cada vez más enfadada.-Alfonso es un buen muchacho que jamás la habría abandonado.
-Pues entonces ya me dirán por qué se ha marchado el muchacho de Puenteviejo, sino es para que no le carguen el mochuelo. Hay que ver que mala suerte ha tenido Rosario con sus hijos. Primero el tarambana de Juan y ahora esto…
-Dolores, le exigo que no ……
Ya no pudieron seguir la discusión. Los sonidos de unos disparos retumbaron en la plaza. Primero un tiro, luego un segundo, despues un tercero y finalmente el silencio. Tras unos segundos de desconcierto Hipólito y don Anselmo salieron del colmado para averiguar qué pasaba. El ruído provenía de la casa de comidas de los Ulloa. Al entrar en la taberna la imagen no podía ser más desoladora y el sacerdote ni siquiera acertó a santigüarse. Un hombre cuya estampa le resultaba vagamente familiar estaba tirado boca abajo en un gran charco de sangre. Junto al cuerpo inerte se podía ver una pistola de grandes dimensiones. Mientras, Sebastián Ulloa con la mirada perdida sujetaba un pequeño revolver en la mano. Apoyado junto a la barra, Tristán trataba de taponar con su mano izquierda la sangre que salía a borbotones de su hombro derecho. Al ver entrar a don Anselmo e Hipólito les gritó con la cara desencajada por la agustia que fueran a buscar a la doctora. Pero lo que le preocupaba no era su propia herida. Giró su cabeza señalando hacia el rincón donde Raimundo Ulloa abrazaba desesperadamente el cuerpo de Emilia mientras la muchacha miraba incrédula la mancha roja que se estaba formando sobre su mandil. Uno de los disparos la había alcanzado en el vientre cuando intentaba interponerse entre su padre y aquel desalmado al que todos creían muerto. Pero los demonios nunca muere, sólo se esfuman por un tiempo.
-Pero padre, no me negará que es un escándalo, una madre soltera no es un buen ejemplo para nadie.
-Usted mejor que nadie debería saber que todo el mundo comente errores, sobre todo si de por medio hay desalmados sin escrúpulos que se aprovechan y engañan. ¿O no se acuerda de la clase e sinvergüenza que resultó ser el tal Severiano?. Por desgracia Emilia no fue la única muchacha a la que engañó.
-La culpa fue de ella por dejarse engañar-la tendera no daba su brazo a torcer.Además, ¿quién les dice a ustedes que el hijo de no es del mayor de los Castañeda?, que esos dos siempre andaban muy juntitos.
-¡Madre, ya está bien!. No consiento que hable así ni de Emilia ni de Alfonso. ¿Pero cuántas veces le tengo que decir que el padre de la criatura es el impresentable de Severiano?-la voz de Hipólito sonaba cada vez más enfadada.-Alfonso es un buen muchacho que jamás la habría abandonado.
-Pues entonces ya me dirán por qué se ha marchado el muchacho de Puenteviejo, sino es para que no le carguen el mochuelo. Hay que ver que mala suerte ha tenido Rosario con sus hijos. Primero el tarambana de Juan y ahora esto…
-Dolores, le exigo que no ……
Ya no pudieron seguir la discusión. Los sonidos de unos disparos retumbaron en la plaza. Primero un tiro, luego un segundo, despues un tercero y finalmente el silencio. Tras unos segundos de desconcierto Hipólito y don Anselmo salieron del colmado para averiguar qué pasaba. El ruído provenía de la casa de comidas de los Ulloa. Al entrar en la taberna la imagen no podía ser más desoladora y el sacerdote ni siquiera acertó a santigüarse. Un hombre cuya estampa le resultaba vagamente familiar estaba tirado boca abajo en un gran charco de sangre. Junto al cuerpo inerte se podía ver una pistola de grandes dimensiones. Mientras, Sebastián Ulloa con la mirada perdida sujetaba un pequeño revolver en la mano. Apoyado junto a la barra, Tristán trataba de taponar con su mano izquierda la sangre que salía a borbotones de su hombro derecho. Al ver entrar a don Anselmo e Hipólito les gritó con la cara desencajada por la agustia que fueran a buscar a la doctora. Pero lo que le preocupaba no era su propia herida. Giró su cabeza señalando hacia el rincón donde Raimundo Ulloa abrazaba desesperadamente el cuerpo de Emilia mientras la muchacha miraba incrédula la mancha roja que se estaba formando sobre su mandil. Uno de los disparos la había alcanzado en el vientre cuando intentaba interponerse entre su padre y aquel desalmado al que todos creían muerto. Pero los demonios nunca muere, sólo se esfuman por un tiempo.
#215
09/12/2011 11:46
Eso fue lo que hizo aquel malnacido, desaparecer durante años y preparar su venganza. El sufrimiento que durante toda su vida les había causado a su mujer y a su hija no sería nada comparado con el dolor que sentirían al perder aquello que más amaban. Acabaría con la vida de Tristán, el querido hermano de Soledad y el idolatrado hijo de Francisca Montenegro, aquel bastardo fruto de los amoríos adolescentes de su mujer con Raimundo Ulloa; aquel niño al que siempre odió y nunca dudó en maltratar para que pagara por los pecados de su madre.
Durante años Salvador Castro vivió escondido en el viejo cortijo del sur que había heredado de una tía abuela materna. Cambió de nombre, adoptando el apellido de su benefactora, de modo que en su nueva vida todo el mundo lo conocía como Salvador Irujo. Su fortuna como terrateniente olivarero fue creciendo al mismo ritmo que su sed de venganza. Cuando creyó que el momento había llegado, encaminó sus pasos hacia Puenteviejo. El plan era sencillo: matar a Tristán y escapar sin ser visto. Nadie le echaría la culpa; al fin y al cabo quién iba a sospechar de un muerto.
Aquella mañana temprano siguió a su hijastro hasta la posada de los Ulloa, que estaba vacía. Posiblemente todos los parroquianos estarían en el mercado de ganado de La Puebla. No podía creer que la fortuna le fuera tan favorable. No sólo acabaría con la vida de Tristán, sino que además podría mandar por fin al infierno a Raimundo Ulloa, aquel hombre que representaba todo lo que él detestaba.
Tristán había accedido a reunirse con Raimundo en la posada para tratar de resolver por enésima vez el conflicto que mantenía con Sebastián por culpa de la venta de la conservera. El Ulloa no soportaba ver como los negocios y, posiblemente la alargada mano de Francisca Montenegro, daban al traste con la amistad que había mantenido unidos a ambos muchachos desde que apenas levantaban un palmo del suelo. Por eso les había preparado aquella encerrona, para obligarlos a hablar cara a cara después de varios meses sin dirigirse la palabra. Y para ello había contado con la colaboración de su hija. Mientras él entretenía a Tristán en la taberna, Emilia debería lograr con cualquier pretexto que su hermano acudiera a la cita.
Pero esa mañana Sebastián se había levantado temprano y se había marchado sin decir nada a nadie, algo que se había convertido en costumbre en los últimos tiempos. Cuando su hermana, tras haber recorrido todos los recovecos de la vivienda, se dio por vencida, pensó que tal vez su hermano ya se encontraba junto a su padre y don Tristán, pues unos gritos provenientes de la taberna alertaban de que se estaba produciendo alguna discusión. Sin embargo, una de las voces le sonaba extraña. Se acercó sigilosa para intentar averiguar que pasaba.
-Vaya, cualquiera diría que habeis visto un fantasma-la voz de Salvador Castro sonaba burlona mientras sus interlocutores lo contemplaban estupefactos.
Durante años Salvador Castro vivió escondido en el viejo cortijo del sur que había heredado de una tía abuela materna. Cambió de nombre, adoptando el apellido de su benefactora, de modo que en su nueva vida todo el mundo lo conocía como Salvador Irujo. Su fortuna como terrateniente olivarero fue creciendo al mismo ritmo que su sed de venganza. Cuando creyó que el momento había llegado, encaminó sus pasos hacia Puenteviejo. El plan era sencillo: matar a Tristán y escapar sin ser visto. Nadie le echaría la culpa; al fin y al cabo quién iba a sospechar de un muerto.
Aquella mañana temprano siguió a su hijastro hasta la posada de los Ulloa, que estaba vacía. Posiblemente todos los parroquianos estarían en el mercado de ganado de La Puebla. No podía creer que la fortuna le fuera tan favorable. No sólo acabaría con la vida de Tristán, sino que además podría mandar por fin al infierno a Raimundo Ulloa, aquel hombre que representaba todo lo que él detestaba.
Tristán había accedido a reunirse con Raimundo en la posada para tratar de resolver por enésima vez el conflicto que mantenía con Sebastián por culpa de la venta de la conservera. El Ulloa no soportaba ver como los negocios y, posiblemente la alargada mano de Francisca Montenegro, daban al traste con la amistad que había mantenido unidos a ambos muchachos desde que apenas levantaban un palmo del suelo. Por eso les había preparado aquella encerrona, para obligarlos a hablar cara a cara después de varios meses sin dirigirse la palabra. Y para ello había contado con la colaboración de su hija. Mientras él entretenía a Tristán en la taberna, Emilia debería lograr con cualquier pretexto que su hermano acudiera a la cita.
Pero esa mañana Sebastián se había levantado temprano y se había marchado sin decir nada a nadie, algo que se había convertido en costumbre en los últimos tiempos. Cuando su hermana, tras haber recorrido todos los recovecos de la vivienda, se dio por vencida, pensó que tal vez su hermano ya se encontraba junto a su padre y don Tristán, pues unos gritos provenientes de la taberna alertaban de que se estaba produciendo alguna discusión. Sin embargo, una de las voces le sonaba extraña. Se acercó sigilosa para intentar averiguar que pasaba.
-Vaya, cualquiera diría que habeis visto un fantasma-la voz de Salvador Castro sonaba burlona mientras sus interlocutores lo contemplaban estupefactos.
#216
09/12/2011 11:48
-Padre……….¿cómo es posible?. Si yo mismo vi su cadáver-fue Tristán el primero en poder articular palabra.
-Estás muy engañado muchacho-empezó a explicarse mientras revolver en mano daba vueltas alrededor de la mesa donde estaban sentados.- En primer lugar, lo que tú viste fue el cuerpo de un pobre desgraciado que llevaba mis ropas y, en segundo lugar, y mucho más importante, ¡tú no eres mi hijo!-su voz sonaba cada vez más irancunda-. Tú verdadero padre es este sujeto que tienes sentado al lado. ¿O me vas a decir que no lo sabías? ¿No sabías que tu padre era un pobre tabernero y tu madre una furcia?
-¿Pero que desfachateces estás diciendo?-por fin Raimundo fue capaz de hablar.
-No te hagas el tonto Raimundo Ulloa. ¿Acaso no te encamaste con mi mujer antes de que se casara comigo?. Eres tan imbécil que supongo que te creíste la historia de que el niño había sido sietemesino. Pero yo no me lo creí, porque nadie se ríe de Salvador Castro. Y menos esa zorra de Francisca Montenegro.
-Y aunque eso fuera cierto, ¿qué culpa tiene el muchacho de lo ocurrido? ¿Por eso lo molías a golpes una y otra vez?
-Bastante hice con darle mi apellido a este bastardo-el revolver de Salvador apuntaba directamente a la cabeza de Tristán.
-Es usted un ser despreciable. Y un cobarde.
Durante años Tristán había intentado dominar el odio que sentía hacia el que creía su padre. Un odio alimentado por las palizas y vejaciones. Muchas veces se había sentido culpable por desear la muerte de aquel ser despreciable que no sólo lo maltrataba a él, sino que también había convertido en un infierno la vida de su madre y, lo que era peor, la de Soledad. Aun recordaba el asco y el dolor que sintió cuando su hermana le contó los abusos que había sufrido.
-¡Callate!
-No pienso callarme. Es usted un monstruo capaz de violar a su propia hija. ¿Qué clase de persona puede cometer semejante tropelía?
-¡He dicho que te calles!-volvió a gritarle mientreas le propinaba un golpe en la cara que le hizo sangrar la nariz.
-¿Por qué has vuelto?-preguntó Raimundo tratando de desviar su atención para que no siguiera golpeando al muchacho.
-Veo que sigues siendo tan necio como siempre-se burló de nuevo Salvador Castro.-¿No ves que voy armado?. Vengo a vengarme.
-¿Vengarte? ¿De quién?
-Vaya, tengo que explicarlo todo-su voz sonaba con falso fastidio, pues en realidad estaba disfrutando con la situación.-Me moy a vengar de quien osó engañarme y de quien casi acaba con mi vida.
-Pero si Tristán es sólo otra víctima más del engaño y él estaba en la guerra cuando tu supuesta muerte-Raimundo trataba desesperadamente de salvar la vida de aquel hijo recién descubierto.
-Lo sé. La madre me engañó y la hija quiso matarme. Así que les voy a arrebatar lo que más quieren. Francisca se quedará sin su querido hijito y Soledad sin hermano. Tendrán que vivir con esa pena el resto de sus días.
-¡Estás loco!-le gritó de nuevo Raimundo.
-Puede, pero soy yo el que tiene la pistola y vosotros los que vais a morir. Así que ya podeis ir levantando de esas sillas.
-¿Por qué quiere matar también a Raimundo?. ¿No sabe que para madre es su peor enemigo y que sin duda se alegraría de su muerte?.
-No quiero testigos. Por eso él también debe morir.
-Estás muy engañado muchacho-empezó a explicarse mientras revolver en mano daba vueltas alrededor de la mesa donde estaban sentados.- En primer lugar, lo que tú viste fue el cuerpo de un pobre desgraciado que llevaba mis ropas y, en segundo lugar, y mucho más importante, ¡tú no eres mi hijo!-su voz sonaba cada vez más irancunda-. Tú verdadero padre es este sujeto que tienes sentado al lado. ¿O me vas a decir que no lo sabías? ¿No sabías que tu padre era un pobre tabernero y tu madre una furcia?
-¿Pero que desfachateces estás diciendo?-por fin Raimundo fue capaz de hablar.
-No te hagas el tonto Raimundo Ulloa. ¿Acaso no te encamaste con mi mujer antes de que se casara comigo?. Eres tan imbécil que supongo que te creíste la historia de que el niño había sido sietemesino. Pero yo no me lo creí, porque nadie se ríe de Salvador Castro. Y menos esa zorra de Francisca Montenegro.
-Y aunque eso fuera cierto, ¿qué culpa tiene el muchacho de lo ocurrido? ¿Por eso lo molías a golpes una y otra vez?
-Bastante hice con darle mi apellido a este bastardo-el revolver de Salvador apuntaba directamente a la cabeza de Tristán.
-Es usted un ser despreciable. Y un cobarde.
Durante años Tristán había intentado dominar el odio que sentía hacia el que creía su padre. Un odio alimentado por las palizas y vejaciones. Muchas veces se había sentido culpable por desear la muerte de aquel ser despreciable que no sólo lo maltrataba a él, sino que también había convertido en un infierno la vida de su madre y, lo que era peor, la de Soledad. Aun recordaba el asco y el dolor que sintió cuando su hermana le contó los abusos que había sufrido.
-¡Callate!
-No pienso callarme. Es usted un monstruo capaz de violar a su propia hija. ¿Qué clase de persona puede cometer semejante tropelía?
-¡He dicho que te calles!-volvió a gritarle mientreas le propinaba un golpe en la cara que le hizo sangrar la nariz.
-¿Por qué has vuelto?-preguntó Raimundo tratando de desviar su atención para que no siguiera golpeando al muchacho.
-Veo que sigues siendo tan necio como siempre-se burló de nuevo Salvador Castro.-¿No ves que voy armado?. Vengo a vengarme.
-¿Vengarte? ¿De quién?
-Vaya, tengo que explicarlo todo-su voz sonaba con falso fastidio, pues en realidad estaba disfrutando con la situación.-Me moy a vengar de quien osó engañarme y de quien casi acaba con mi vida.
-Pero si Tristán es sólo otra víctima más del engaño y él estaba en la guerra cuando tu supuesta muerte-Raimundo trataba desesperadamente de salvar la vida de aquel hijo recién descubierto.
-Lo sé. La madre me engañó y la hija quiso matarme. Así que les voy a arrebatar lo que más quieren. Francisca se quedará sin su querido hijito y Soledad sin hermano. Tendrán que vivir con esa pena el resto de sus días.
-¡Estás loco!-le gritó de nuevo Raimundo.
-Puede, pero soy yo el que tiene la pistola y vosotros los que vais a morir. Así que ya podeis ir levantando de esas sillas.
-¿Por qué quiere matar también a Raimundo?. ¿No sabe que para madre es su peor enemigo y que sin duda se alegraría de su muerte?.
-No quiero testigos. Por eso él también debe morir.
#217
09/12/2011 11:58
En ese momento Emilia no pudo contenerse más. Había escuchado la conversación en silencio, aterrada, sintiendo que el corazón le latía tan fuerte que le parecía increíble que nínguno de aquellos tres hombres pudiera escucharlo. Al principio no podía dar crédito a lo que estaba viendo y oyendo. Salvador Castro vivo, Tristán hijo de Raimundo Ulloa. Por un instante sintió una profunda alegría al saber que tenía otro hermano. También pensó en Pepa y en el sufrimiento que aquella mentira enterrada durante casi treinta años le había causado. Ahora la verdad saldría a la luz. Pero la alegría se esfumó en pocos segundos, justo en el momento en el que aquel desalmado apuntaba con la pistola a la cabeza de Raimundo.
-¡Padre!-gritó desesperada sólo una fracción segundo antes de sentir como un dolor indescriptible le atravesaba el vientre.
Salvador Castro asustado por aquella voz había disparado instintivamente hacia el lugar del que provenía. La bala alcanzó a la muchacha en el vientre. Tristán quiso aprovechar aquellos segundos de desconcierto para arrebatarle el arma. Ambos hombres forcejearon mientras Raimundo recorría los escasos cuatro pasos que lo separaban del lugar donde Emilia se había desplomado.
Un segundo disparo sonó y Tristán sintió como su hombro derecho ardía. En el forcejeo, Salvador Castro había apretado de nuevo el gatillo y la bala se había incrustado en el cuerpo de su hijastro. Pero tendría que rematar la faena. Apuntó de nuevo a la cabeza del muchacho, que cerró los ojos esperando el final. Sintió el sonido de un tercer tiro. Abrió los ojos justo a tiempo de ver como el cuerpo de aquel monstruo se estrellaba contra el suelo. Detrás, en la puerta que comunicaba con el patio, Sebastián sostenía un revolver. Su amigo, su hermano, le había salvado la vida.
-¡Padre!-gritó desesperada sólo una fracción segundo antes de sentir como un dolor indescriptible le atravesaba el vientre.
Salvador Castro asustado por aquella voz había disparado instintivamente hacia el lugar del que provenía. La bala alcanzó a la muchacha en el vientre. Tristán quiso aprovechar aquellos segundos de desconcierto para arrebatarle el arma. Ambos hombres forcejearon mientras Raimundo recorría los escasos cuatro pasos que lo separaban del lugar donde Emilia se había desplomado.
Un segundo disparo sonó y Tristán sintió como su hombro derecho ardía. En el forcejeo, Salvador Castro había apretado de nuevo el gatillo y la bala se había incrustado en el cuerpo de su hijastro. Pero tendría que rematar la faena. Apuntó de nuevo a la cabeza del muchacho, que cerró los ojos esperando el final. Sintió el sonido de un tercer tiro. Abrió los ojos justo a tiempo de ver como el cuerpo de aquel monstruo se estrellaba contra el suelo. Detrás, en la puerta que comunicaba con el patio, Sebastián sostenía un revolver. Su amigo, su hermano, le había salvado la vida.
#218
09/12/2011 13:16
Tengo los pelos como escarpias!!! pero siamesa!! como me dejas asi!!!
noooooooooooo hombre noooooooooooo sigue!!!!!ç
Ay dios! pero como puede ser tan triste y tan bonito?? Porque con la ultima frase de tris se me ha escapao una lagrimilla!
Sigue joia!
noooooooooooo hombre noooooooooooo sigue!!!!!ç
Ay dios! pero como puede ser tan triste y tan bonito?? Porque con la ultima frase de tris se me ha escapao una lagrimilla!
Sigue joia!
#219
09/12/2011 13:49
lapuebla, que me encantas como escribes. Muchas gracias por darnos este regalo :)
Deseando estoy de que sigas.....ufff encogia toda me has dejao.
Deseando estoy de que sigas.....ufff encogia toda me has dejao.
#220
09/12/2011 13:57
Lapuebla, me has dejado con la boca abierta. Cuando puedas sigue por favor
no nos dejes con la intriga.
no nos dejes con la intriga.