Foro El secreto de Puente Viejo
La Biblioteca (A - K)
#0
17/08/2011 13:26
EL RINCÓN DE AHA
El destino.
EL RINCÓN DE ÁLEX
El Secreto de Puente Viejo, El Origen.
EL RINCÓN DE ABRIL
El mejor hombre de Puente Viejo.
La chica de la trenza I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII.
EL RINCÓN DE ALFEMI
De siempre y para siempre.
Hace frío I, II.
Pensando en ti.
Yo te elegí a ti.
EL RINCÓN DE ANTOJEP
Bajo la luz de la luna I, II, III, IV.
Como un rayo de sol I, II, III, IV.
La traición I, II.
EL RINCÓN DE ARICIA
Reacción I, II, III, IV.
Emilia, el lobo y el cazador.
El secreto de Alfonso Castañeda.
La mancha de mora I, II, III, IV, V.
Historias que se repiten. 20 años después.
La historia de Ana Castañeda I, II, III, VI, V, Final.
EL RINCÓN DE ARTEMISILLA
Ojalá fuera cierto.
Una historia de dos
EL RINCÓN DE CAROLINA
Mi historia.
EL RINCÓN DE CINDERELLA
Cierra los ojos.
EL RINCÓN DE COLGADA
Cartas, huidas, regalos y el diluvio universal I-XI.
El secreto de Gregoria Casas.
La decisión I,II, III, IV, V.
Curando heridas I,II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII.
una nueva vida I,II, III
EL RINCÓN DE CUQUINA
Lo que me sale de las teclas.
El origen de Tristán Ulloa.
EL RINCÓN DE EIZA
En los ojos de un Castañeda.
Bajando a los infiernos.
¡¿De qué?!
Pensamientos
EL RINCÓN DE FERMARÍA
Noche de bodas. (Descarga directa aquí)
Lo que no se ve.
En el baile.
De valientes y cobardes.
Descubriendo a Alfonso.
¿Por qué no me besaste?
Dejarse llevar.
Amar a Alfonso Castañeda.
Serenidad.
Así.
Quiero.
El corazón de un jornalero (I) (II).
Lo único cierto I, II.
Tiempo.
Sabor a chocolate.
EL RINCÓN DE FRANRAI
Un amor inquebrantable.
Un perfecto malentendido.
Gotas del pasado.
EL RINCÓN DE GESPA
La rutina.
Cada cosa en su sitio.
El baile.
Tomando decisiones.
Volver I, II.
Chismorreo.
Sola.
Tareas.
El desayuno.
Amigas.
Risas.
La manzana.
EL RINCÓN DE INMILLA
Rain Over Me I, II, III.
EL RINCÓN DE JAJIJU
Diálogos que nos encantaría que pasaran.
EL RINCÓN DE KERALA
Amor, lucha y rendición I - VII, VIII, IX, X, XI (I) (II), XII, XIII, XIV, XV, XVI,
XVII, XVIII, XIX, XX (I) (II), XXI, XXII (I) (II).
Borracha de tu amor.
Lo que debió haber sido.
Tu amor es mi droga I, II. (Escena alternativa).
PACA´S TABERN I, II.
Recuerdos.
Dibujando tu cuerpo.
Tu amor es mi condena I, II.
Encuentro en la posada. Historia alternativa
Tu amor es mi condena I, II, III, IV, V, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII, XIII, XIV, XV, XVI
#881
18/10/2011 22:39
Lapuebla, me repito... pero absolutamente GENIAL!!! Graciassss espero continuación!
#882
18/10/2011 23:19
Me sumo a este ruego popular- Lapuebla, continúa con tu relato. que nos tienes atrapadas-
Gracias por compartir tu talento con nosotras ¡Muac!
Gracias por compartir tu talento con nosotras ¡Muac!
#883
19/10/2011 11:26
~~LA HISTORIA DE MARTIN CASTRO. Continuación de la Historia de Ana Castañeda. 3ª PARTE DE 20 AÑOS DESPUÉS ~~
Hoy hace cuatro años que Aña Castañeda se fue de Puente Viejo.
Hoy hace cuatro años que sentí que una parte de mi corazón partía con la diligencia que alejaba de mi vida a la única mujer que he amado.
Nadie sabe de mis sentimientos por ella. Ni siquiera la propia Ana, aún cuando tuve la oportunidad de revelarle la verdad esa noche, tiempo atrás, cuando ella vino a la casona y me declaró su amor.
Esa noche hice el mayor sacrificio de mi vida. Esa noche silencié mi corazón y le mentí por primera vez.
Si cierro los ojos puedo verla frente a mí, con esos ojos castaños casi dorados mirándome con anhelo y adoración, brillantes por la expectación, y esos labios gruesos y rosados semiabiertos, rogando por un beso mío. También veo el dolor que cruza su rostro, el brillo desapareciendo de esos hermosos ojos, su tentador labio inferior temblando en un claro signo de que las lágrimas están a punto de caer mientras mis labios sueltan la mayor mentira jamás pronunciada.
“No te correspondo igual, Ana. No te amo”.
¡Mentira, mentira!, gritó mi corazón entonces, ahora y siempre. Pero yo me mantuve fuerte y frío, acallando mi propio dolor, mostrando una frialdad que nunca sentí y dejándola partir de mi vida, con la falsa creencia de que yo no la amaba.
Nadie sabe el sacrificio que hice. Renuncié al más puro amor, al amor de la única mujer de mi vida, para que ella pudiera volar, crecer y cumplir sus sueños.
Si ella hubiera sabido que la amaba y la amo hasta el último aliento de mi vida, ella no se habría ido de Puente Viejo. Se habría quedado aquí conmigo, y sé, todo mi ser sabe, que ella hubiera terminado marchitándose aquí, sin poder alcanzar todo su potencial.
Ana, mi pequeña Ana, siempre ha sido un espíritu inquieto, curioso, inteligente. Desde muy niña nunca se ha conformado con las simples explicaciones, siempre queriendo saber más, conocer el por qué de las cosas. Incluso con cinco años era capaz de cuestionar y plantar cara a todas las chanzas que hacían los niños más mayores, las que yo le hacía.
Quizá por eso, ya desde niño me sentí atraído por su vivacidad e inteligencia, y pronto me proclamé su protector, lo que me convirtió a sus ojos infantiles en una especie de caballero andante. Y cuando los años pasaron y la vivaz niña se convirtió poco a poco en una mujer hermosa, vital y la más inteligente que jamás hubiera conocido, el infantil sentimiento protector que sentía de niño hacia ella se convirtió en el más profundo amor.
Y este profundo amor es el que me hizo mentirle esa noche y por el que, unos días más tarde, yo mismo me alejé de Puente Viejo y de sus recuerdos, y marché a Inglaterra por una larga temporada pese al desconsuelo de mi madre, que sufría al tenerme lejos y sentía resurgir su viejo temor de que yo volviese a desaparecer como cuando tenía seis años.
Pero han pasado cuatro años y yo regreso a Puente Viejo. Durante todo este tiempo me he mantenido en contacto con mis padres quienes me han tenido informado de todos los cambios, grandes y pequeños que se han ido produciendo en Puente Viejo y en mi familia.
Sé que tengo una nueva prima de tres años. Mi tía Gregoria ha cumplido su deseo de tener una niña después de varios abortos tras el parto de su hijo Jacobo, y sé que mi tío Sebastián está tan orgulloso y feliz por su mujer y su hija que casi no cabe en su propia camisa.
También sé que Hipólito Mirañar, el alcalde, sigue batallando con su labia para conseguir convertir a Puente Viejo en el punto neurálgico de la comarca. Ya consiguió que el tren llegara hasta allí, y ahora está luchando por conseguir construir el primer hospital de la zona. Mi padre me dice que es difícil reconocer al antiguo Hipólito en el actual alcalde, hasta que de pronto regala al mundo con una de sus insólitas ocurrencias, como cuando quiso construir el arca de Noé creyendo que se acercaba un nuevo diluvio.
Y también sé que Raimundo Ulloa, al que quiero como si fuera mi abuelo, sangre de mi sangre, se ha quedado totalmente ciego, su vista completamente nublada por las cataratas. Pero esta vez ha sabido aceptar su ceguera con resignación y se está dejando ayudar por sus hijos y la gente que lo quiere, que es mucha.
Sin embargo, en todo este tiempo que he estado alejado, sólo he recibido breves retazos sobre Ana. En un intento por ocultar al resto del mundo mis sentimientos por ella, no he sido capaz de preguntar abiertamente por cómo está, cómo le están yendo los estudios, si es feliz. Y sé que no es sólo mi deseo porque la gente no descubra mis sentimientos. Sé que me estoy comportando como un cobarde. Tengo miedo de saber que ella me ha olvidado, de que se ha enamorado de otro y de que ya no tengo cabida en su vida.
En el momento que yo tomé la decisión de apartar a Ana de mi vida, de dejarla ir para que cumpliera sus sueños, también sabía que me exponía a la posibilidad de que ella terminara por enamorarse de otro hombre. Y por ello prefiero ser un cobarde y llenar mi mente y mi corazón con el recuerdo de Ana, de aquella noche en la que me declaró su amor. De la noche en la que cumplió dieciocho años y sus ojos brillaron cuando le regalé el libro aliviando las penas que habían atenazado ese mismo día su corazón.
Mis pensamientos vuelan una y otra vez a la última noche que vi a Ana mientras el constante traqueteo del tren me induce a un trance casi hipnótico. Ante mis ojos el paisaje va cambiando abriéndose nuevas montañas y valles, acercándome lentamente a Puente Viejo. Veo un puntito a lo lejos y distingo el campanario de la iglesia de Lapuebla. Ya estoy en casa, me digo recogiendo el sombrero que descansa en el asiento de al lado, y sonrío pensando en la bienvenida que con toda seguridad me espera.
La marcha del tren se va parando conforme llegamos a la estación de Puente Viejo. Miro con mal disimulada ansia por la ventana esperando ver algún rostro conocido y amado, hasta que el tren detiene completamente su marcha.
Ahí está mi madre. Sigue siendo tan bonita en su madurez como cuando de joven, aunque algunas hebras canas empiecen a adornar su oscuro cabello. Mi padre, Tristán, permanece de pie junto a ella, con un brazo alrededor de sus hombros en un gesto protector y reconfortante. Y veo a mis dos hermanas pequeñas adelantándose hacia el vagón. Mi siempre vivaracha hermana Flora y la tímida Águeda, ambas tan bonitas como mi madre.
**continua**
Hoy hace cuatro años que Aña Castañeda se fue de Puente Viejo.
Hoy hace cuatro años que sentí que una parte de mi corazón partía con la diligencia que alejaba de mi vida a la única mujer que he amado.
Nadie sabe de mis sentimientos por ella. Ni siquiera la propia Ana, aún cuando tuve la oportunidad de revelarle la verdad esa noche, tiempo atrás, cuando ella vino a la casona y me declaró su amor.
Esa noche hice el mayor sacrificio de mi vida. Esa noche silencié mi corazón y le mentí por primera vez.
Si cierro los ojos puedo verla frente a mí, con esos ojos castaños casi dorados mirándome con anhelo y adoración, brillantes por la expectación, y esos labios gruesos y rosados semiabiertos, rogando por un beso mío. También veo el dolor que cruza su rostro, el brillo desapareciendo de esos hermosos ojos, su tentador labio inferior temblando en un claro signo de que las lágrimas están a punto de caer mientras mis labios sueltan la mayor mentira jamás pronunciada.
“No te correspondo igual, Ana. No te amo”.
¡Mentira, mentira!, gritó mi corazón entonces, ahora y siempre. Pero yo me mantuve fuerte y frío, acallando mi propio dolor, mostrando una frialdad que nunca sentí y dejándola partir de mi vida, con la falsa creencia de que yo no la amaba.
Nadie sabe el sacrificio que hice. Renuncié al más puro amor, al amor de la única mujer de mi vida, para que ella pudiera volar, crecer y cumplir sus sueños.
Si ella hubiera sabido que la amaba y la amo hasta el último aliento de mi vida, ella no se habría ido de Puente Viejo. Se habría quedado aquí conmigo, y sé, todo mi ser sabe, que ella hubiera terminado marchitándose aquí, sin poder alcanzar todo su potencial.
Ana, mi pequeña Ana, siempre ha sido un espíritu inquieto, curioso, inteligente. Desde muy niña nunca se ha conformado con las simples explicaciones, siempre queriendo saber más, conocer el por qué de las cosas. Incluso con cinco años era capaz de cuestionar y plantar cara a todas las chanzas que hacían los niños más mayores, las que yo le hacía.
Quizá por eso, ya desde niño me sentí atraído por su vivacidad e inteligencia, y pronto me proclamé su protector, lo que me convirtió a sus ojos infantiles en una especie de caballero andante. Y cuando los años pasaron y la vivaz niña se convirtió poco a poco en una mujer hermosa, vital y la más inteligente que jamás hubiera conocido, el infantil sentimiento protector que sentía de niño hacia ella se convirtió en el más profundo amor.
Y este profundo amor es el que me hizo mentirle esa noche y por el que, unos días más tarde, yo mismo me alejé de Puente Viejo y de sus recuerdos, y marché a Inglaterra por una larga temporada pese al desconsuelo de mi madre, que sufría al tenerme lejos y sentía resurgir su viejo temor de que yo volviese a desaparecer como cuando tenía seis años.
Pero han pasado cuatro años y yo regreso a Puente Viejo. Durante todo este tiempo me he mantenido en contacto con mis padres quienes me han tenido informado de todos los cambios, grandes y pequeños que se han ido produciendo en Puente Viejo y en mi familia.
Sé que tengo una nueva prima de tres años. Mi tía Gregoria ha cumplido su deseo de tener una niña después de varios abortos tras el parto de su hijo Jacobo, y sé que mi tío Sebastián está tan orgulloso y feliz por su mujer y su hija que casi no cabe en su propia camisa.
También sé que Hipólito Mirañar, el alcalde, sigue batallando con su labia para conseguir convertir a Puente Viejo en el punto neurálgico de la comarca. Ya consiguió que el tren llegara hasta allí, y ahora está luchando por conseguir construir el primer hospital de la zona. Mi padre me dice que es difícil reconocer al antiguo Hipólito en el actual alcalde, hasta que de pronto regala al mundo con una de sus insólitas ocurrencias, como cuando quiso construir el arca de Noé creyendo que se acercaba un nuevo diluvio.
Y también sé que Raimundo Ulloa, al que quiero como si fuera mi abuelo, sangre de mi sangre, se ha quedado totalmente ciego, su vista completamente nublada por las cataratas. Pero esta vez ha sabido aceptar su ceguera con resignación y se está dejando ayudar por sus hijos y la gente que lo quiere, que es mucha.
Sin embargo, en todo este tiempo que he estado alejado, sólo he recibido breves retazos sobre Ana. En un intento por ocultar al resto del mundo mis sentimientos por ella, no he sido capaz de preguntar abiertamente por cómo está, cómo le están yendo los estudios, si es feliz. Y sé que no es sólo mi deseo porque la gente no descubra mis sentimientos. Sé que me estoy comportando como un cobarde. Tengo miedo de saber que ella me ha olvidado, de que se ha enamorado de otro y de que ya no tengo cabida en su vida.
En el momento que yo tomé la decisión de apartar a Ana de mi vida, de dejarla ir para que cumpliera sus sueños, también sabía que me exponía a la posibilidad de que ella terminara por enamorarse de otro hombre. Y por ello prefiero ser un cobarde y llenar mi mente y mi corazón con el recuerdo de Ana, de aquella noche en la que me declaró su amor. De la noche en la que cumplió dieciocho años y sus ojos brillaron cuando le regalé el libro aliviando las penas que habían atenazado ese mismo día su corazón.
Mis pensamientos vuelan una y otra vez a la última noche que vi a Ana mientras el constante traqueteo del tren me induce a un trance casi hipnótico. Ante mis ojos el paisaje va cambiando abriéndose nuevas montañas y valles, acercándome lentamente a Puente Viejo. Veo un puntito a lo lejos y distingo el campanario de la iglesia de Lapuebla. Ya estoy en casa, me digo recogiendo el sombrero que descansa en el asiento de al lado, y sonrío pensando en la bienvenida que con toda seguridad me espera.
La marcha del tren se va parando conforme llegamos a la estación de Puente Viejo. Miro con mal disimulada ansia por la ventana esperando ver algún rostro conocido y amado, hasta que el tren detiene completamente su marcha.
Ahí está mi madre. Sigue siendo tan bonita en su madurez como cuando de joven, aunque algunas hebras canas empiecen a adornar su oscuro cabello. Mi padre, Tristán, permanece de pie junto a ella, con un brazo alrededor de sus hombros en un gesto protector y reconfortante. Y veo a mis dos hermanas pequeñas adelantándose hacia el vagón. Mi siempre vivaracha hermana Flora y la tímida Águeda, ambas tan bonitas como mi madre.
**continua**
#884
19/10/2011 11:28
**continuación**
Desciendo con paso decidido al andén, como si la bolsa de viaje que cargo conmigo no pesase nada, y en dos zancadas llego hasta mi familia.
- Martín, mi Martín—solloza mi madre de alegría mientras me abraza y, por primera vez en años, me transporta a cuando yo no era más que un niño. –No vuelvas a irte jamás tanto tiempo—me reprocha con sus ojos negros llenos de lágrimas.
- Se lo prometo madre. He vuelto para quedarme—le digo mientras ella llena de besos mis mejillas. Puede que sea un adulto, que esté más cerca de los treinta años, pero el cariño de mi madre me seguirá reconfortando toda la vida.
- Me alegra mucho oír eso, hijo—dice mi padre golpeando cariñosamente mi hombro. –Tu tío Sebastián y yo estábamos esperando tu llegada como agua de mayo.
- ¿Tanto trabajo tenéis?
- ¡Ah, no! Ahora no es momento de poneros a discutir de trabajo, Tristán. Nuestro hijo acaba de regresar de un largo viaje y tiene que descansar. Mañana podréis hablar de vuestros negocios tranquilamente en la fábrica.
- Será como tú digas, amor—accede mi padre mirando con adoración al único y verdadero amor de su vida, Pepa.
- ¿Y para nosotras no hay abrazo?—pregunta Flora.
- Por supuesto que sí, pillas—les digo a mis hermanas. –Hay que ver lo que habéis crecido en todo este tiempo.
- Ya hemos cumplido los diecinueve años, Martín. ¿Qué esperabas?
- No lo sé… Pero ya sabes que para mí siempre seréis unas mocosas—bromeo desarreglando el pulcro recogido de Águeda.
- ¿Y qué nos has traído?
La pregunta de Flora me hace reír y aligera mis preocupaciones.
- Ya lo veréis en casa—le contestó y comienzo a caminar tras mis padres hacia el coche que nos ha de llevar a la casona. A mi hogar.
*************************
Al día siguiente bajo temprano a desayunar. Mis padres ya están en la mesa frente a sendas tazas de café. Al entrar mi madre me recibe con una cálida y amorosa mirada y mi padre levanta la vista del periódica pulcramente doblado que está ojeando.
- Buenos días, hijo. No te esperábamos tan pronto esta mañana. Y menos tras la trasnochada de ayer.
- Lo sé, madre—le digo mientras deposito un beso en su frente antes de sentarme. –Pero mis hermanas no me iban a dejar dormir hasta que no les contara en detalle todo mi viaje.
- Muchachas tozudas ambas. ¿No sé a quién me recuerdan?—bromea mi padre llevándose la taza de humeante café a los labios.
- Será un rasgo Ulloa—contesta mi madre con deje inocente en la voz.
Yo río por las chanzas entre mis padres. Cuatro años alejados de la familia es mucho tiempo añorando sus riñas, sus bromas, sus palabras cariñosas. Pero entonces recuerdo los motivos que me llevaron a partir y mi rostro se ensombrece.
- ¿Tienes planes esta mañana?—me pregunta mi padre sacándome de mis tristes pensamientos.
- No. Poco más que ponerme al día. Visitar a Don Raimundo y al resto de la familia—respondo.
- Entonces puedes venir un rato conmigo y tu tío Sebastián a las fábricas. Es conveniente que te pongas al día cuanto antes.
Accedo gustoso, contento por poder ocupar mi tiempo en menesteres que me ayuden a no pensar en Ana, porque su recuerdo es más intenso desde que llegué a casa. Tal vez los problemas de la fábrica ayuden a calmar mi turbulento estado de ánimo, antes de que me anime a acercarme al pueblo y saludar al resto de la familia.
Poco antes de desayunar, mi tío Sebastián hace acto de presencia en la casona. Hasta sus oídos ha llegado mi regreso y no ha podido vencer la tentación de pasarse mucho antes por casa de su hermano a saludarme.
- Bienvenido a Puente Viejo, Martín—saluda mi tío estrechándome en un cariñoso abrazo. –Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
- Cuatro años—respondo con una media sonrisa.
- Así es… Pero mírate… Ya eres todo un hombre.
- Creo que ya lo era cuando me fui, tío—replico sin poder evitar sonrojarme.
- Sí, bueno, casi veinticinco años. Pero ahora eres un hombre de mundo. Has vivido cuatro años en Inglaterra. ¡Cómo me recuerda eso a mis tiempos mozos!
- Ni que fuerais tan viejos—dice mi madre sin soltar su taza.
- Pues hace casi media vida, cuñada. Pero bueno, Martín, me tienes que contar que tal por Inglaterra. ¿Qué se cuenta el viejo Charles?
De nuevo tres pares de ojos esperan a que yo les narre mis vivencias en Inglaterra. Por unos minutos quedan olvidadas las prisas de mi padre por ir a la fábrica, mientras yo les cuento mis años de trabajo bajo la tutela del viejo Charles, como llama mi tío Sebastián al profesor de ingeniería que nos enseñó a ambos.
Mi padre y mi tío escuchan atentos mis explicaciones sobre las nuevas máquinas que he estado desarrollando en Inglaterra con el profesor, y me interrumpen de vez en cuando para hacerme alguna pregunta. Está claro que están interesados por mi trabajo y que esperan fervientemente que podamos ponerlo en práctica en las nuevas fábricas de jabones y perfumes que abrieron.
Se hace tarde. Hemos hablado durante horas de mi tiempo en Inglaterra, de los nuevos avances en ingeniería que traigo, y ya es tarde para hacer la visita a la fábrica. Mi madre invita a tío Sebastián a quedarse a comer, pero él se escusa con que tiene que ir a comer con su mujer y sus hijos.
Por primera vez siento envidia de mis seres queridos. Siento envidia de mis padres que han encontrado ese amor tan fuerte, capaz de resistir los más duros contratiempos, un amor que sobrevivirá a ambos. Y siento envidia de mi tío Sebastián, que sufrió por amor pero acabó encontrando a su compañera de viaje y de vida.
Estos pensamientos me incomodan y me levanto nervioso de mi silla.
- ¿A dónde vas, Martín?—pregunta mi madre preocupada al verme encaminar hacia la puerta. –La comida va a servirse en breve.
- Discúlpeme, madre. Acabo de recordar algo urgente que tengo pendiente—y con esa mentira huyo de mi casa.
Sé que mi madre intuye que algo me ocurre. Lo leo en su mirada, en esos enormes ojos negros que parecen poder leerte, y yo no tengo gana alguna de confrontar sus preguntas. En estos momentos sólo se me ocurre una persona con la que pudiera hablar.
**conitnuará**
Desciendo con paso decidido al andén, como si la bolsa de viaje que cargo conmigo no pesase nada, y en dos zancadas llego hasta mi familia.
- Martín, mi Martín—solloza mi madre de alegría mientras me abraza y, por primera vez en años, me transporta a cuando yo no era más que un niño. –No vuelvas a irte jamás tanto tiempo—me reprocha con sus ojos negros llenos de lágrimas.
- Se lo prometo madre. He vuelto para quedarme—le digo mientras ella llena de besos mis mejillas. Puede que sea un adulto, que esté más cerca de los treinta años, pero el cariño de mi madre me seguirá reconfortando toda la vida.
- Me alegra mucho oír eso, hijo—dice mi padre golpeando cariñosamente mi hombro. –Tu tío Sebastián y yo estábamos esperando tu llegada como agua de mayo.
- ¿Tanto trabajo tenéis?
- ¡Ah, no! Ahora no es momento de poneros a discutir de trabajo, Tristán. Nuestro hijo acaba de regresar de un largo viaje y tiene que descansar. Mañana podréis hablar de vuestros negocios tranquilamente en la fábrica.
- Será como tú digas, amor—accede mi padre mirando con adoración al único y verdadero amor de su vida, Pepa.
- ¿Y para nosotras no hay abrazo?—pregunta Flora.
- Por supuesto que sí, pillas—les digo a mis hermanas. –Hay que ver lo que habéis crecido en todo este tiempo.
- Ya hemos cumplido los diecinueve años, Martín. ¿Qué esperabas?
- No lo sé… Pero ya sabes que para mí siempre seréis unas mocosas—bromeo desarreglando el pulcro recogido de Águeda.
- ¿Y qué nos has traído?
La pregunta de Flora me hace reír y aligera mis preocupaciones.
- Ya lo veréis en casa—le contestó y comienzo a caminar tras mis padres hacia el coche que nos ha de llevar a la casona. A mi hogar.
*************************
Al día siguiente bajo temprano a desayunar. Mis padres ya están en la mesa frente a sendas tazas de café. Al entrar mi madre me recibe con una cálida y amorosa mirada y mi padre levanta la vista del periódica pulcramente doblado que está ojeando.
- Buenos días, hijo. No te esperábamos tan pronto esta mañana. Y menos tras la trasnochada de ayer.
- Lo sé, madre—le digo mientras deposito un beso en su frente antes de sentarme. –Pero mis hermanas no me iban a dejar dormir hasta que no les contara en detalle todo mi viaje.
- Muchachas tozudas ambas. ¿No sé a quién me recuerdan?—bromea mi padre llevándose la taza de humeante café a los labios.
- Será un rasgo Ulloa—contesta mi madre con deje inocente en la voz.
Yo río por las chanzas entre mis padres. Cuatro años alejados de la familia es mucho tiempo añorando sus riñas, sus bromas, sus palabras cariñosas. Pero entonces recuerdo los motivos que me llevaron a partir y mi rostro se ensombrece.
- ¿Tienes planes esta mañana?—me pregunta mi padre sacándome de mis tristes pensamientos.
- No. Poco más que ponerme al día. Visitar a Don Raimundo y al resto de la familia—respondo.
- Entonces puedes venir un rato conmigo y tu tío Sebastián a las fábricas. Es conveniente que te pongas al día cuanto antes.
Accedo gustoso, contento por poder ocupar mi tiempo en menesteres que me ayuden a no pensar en Ana, porque su recuerdo es más intenso desde que llegué a casa. Tal vez los problemas de la fábrica ayuden a calmar mi turbulento estado de ánimo, antes de que me anime a acercarme al pueblo y saludar al resto de la familia.
Poco antes de desayunar, mi tío Sebastián hace acto de presencia en la casona. Hasta sus oídos ha llegado mi regreso y no ha podido vencer la tentación de pasarse mucho antes por casa de su hermano a saludarme.
- Bienvenido a Puente Viejo, Martín—saluda mi tío estrechándome en un cariñoso abrazo. –Ha pasado mucho tiempo desde la última vez.
- Cuatro años—respondo con una media sonrisa.
- Así es… Pero mírate… Ya eres todo un hombre.
- Creo que ya lo era cuando me fui, tío—replico sin poder evitar sonrojarme.
- Sí, bueno, casi veinticinco años. Pero ahora eres un hombre de mundo. Has vivido cuatro años en Inglaterra. ¡Cómo me recuerda eso a mis tiempos mozos!
- Ni que fuerais tan viejos—dice mi madre sin soltar su taza.
- Pues hace casi media vida, cuñada. Pero bueno, Martín, me tienes que contar que tal por Inglaterra. ¿Qué se cuenta el viejo Charles?
De nuevo tres pares de ojos esperan a que yo les narre mis vivencias en Inglaterra. Por unos minutos quedan olvidadas las prisas de mi padre por ir a la fábrica, mientras yo les cuento mis años de trabajo bajo la tutela del viejo Charles, como llama mi tío Sebastián al profesor de ingeniería que nos enseñó a ambos.
Mi padre y mi tío escuchan atentos mis explicaciones sobre las nuevas máquinas que he estado desarrollando en Inglaterra con el profesor, y me interrumpen de vez en cuando para hacerme alguna pregunta. Está claro que están interesados por mi trabajo y que esperan fervientemente que podamos ponerlo en práctica en las nuevas fábricas de jabones y perfumes que abrieron.
Se hace tarde. Hemos hablado durante horas de mi tiempo en Inglaterra, de los nuevos avances en ingeniería que traigo, y ya es tarde para hacer la visita a la fábrica. Mi madre invita a tío Sebastián a quedarse a comer, pero él se escusa con que tiene que ir a comer con su mujer y sus hijos.
Por primera vez siento envidia de mis seres queridos. Siento envidia de mis padres que han encontrado ese amor tan fuerte, capaz de resistir los más duros contratiempos, un amor que sobrevivirá a ambos. Y siento envidia de mi tío Sebastián, que sufrió por amor pero acabó encontrando a su compañera de viaje y de vida.
Estos pensamientos me incomodan y me levanto nervioso de mi silla.
- ¿A dónde vas, Martín?—pregunta mi madre preocupada al verme encaminar hacia la puerta. –La comida va a servirse en breve.
- Discúlpeme, madre. Acabo de recordar algo urgente que tengo pendiente—y con esa mentira huyo de mi casa.
Sé que mi madre intuye que algo me ocurre. Lo leo en su mirada, en esos enormes ojos negros que parecen poder leerte, y yo no tengo gana alguna de confrontar sus preguntas. En estos momentos sólo se me ocurre una persona con la que pudiera hablar.
**conitnuará**
#885
19/10/2011 13:25
-EL INCENDIO-
El verano había durado mucho más de lo normal. Y cuando llegó el mes de octubre, en vez de traer las ansiadas lluvias y los primeros fríos con el viento del norte, el sol siguió quemando los campos y secando los mantiales. Los labriegos miraban desesperados al cielo, esperando que Dios escuchase sus súplicas y tuviese a bien enviar el agua necesaria para salvar las cosechas. Hasta don Anselemo, que no era muy dado a creer en según que supecherías, estaba pensando en sacar los santos en procesión, por si acaso podían obrar el milagro que sus oraciones no conseguían. Sin embargo, aquellos que no necesitaban mancharse las manos con tierra para obtener su sustento no llegaban a ver el alcance de aquel desastre. Sólo lamentaban que las colas de mujeres para llenar los cántaros de agua en la fuente fuesen cada día más largas. O se quejaban de que los parroquianos usasen vestimentas menos limpias de lo habitula, ignorando que no se podía desperdiciar ni una sola gota de auga en algo que no fuera aplacar la sed; y lavar la ropa era un lujo al alcance de muy pocos. Pero ni los unos ni los otros, ni los labriegos que rogaban al cielo, ni los insensatos que no veían más allá de sus negocios, sabían que lo peor estaba aun por llegar. Porque bastaba un rayo, un despiste, o simplemente la locura de cualquier desalmado, para hacer estallar aquel polvorín en el que se había convertido el monte por mor de la sequía. De hecho, los viajeros traían noticias de pavorosos fuegos que estaban asolando las cercanas tierras de Ourense, arrasando bosques centenarios y poniendo en peligro vidas y haciendas.
Aquella tarde el viento soplaba del sur, tal y como había ocurrido en los últimos días, y la vida s discurría igual que siempre por las calles de Puente Viejo. Hasta que el aire trajo consigo aquel insoportable olor a quemado. En algún lugar cercano se había desatado un incendio. Al poco rato la cámpana de la iglesia dio la voz de alarma y los vecinos se reunieron en la plaza. El alcalde les comunicó que el Monte de los Pinos, en el que se encontraba la ermita de San Antonio, estaba ardiendo. Tendrían que componer un cortafuegos a la entrada del pueblo y disponer una cadena humana para llevar agua desde el río. Los hombres y los mozos se pusieron manos a la obra cavando las zanjas, mientras las mujeres se disponían a trasegar agua con cántaros y cubos. Lo que el alcalde no les había dicho es que, además, el fuego había logrado saltar a ambos lados del camino que sale de la ermita hacia la aldea de Noceda, dejando aisladas las granjas de Pepe el Lechero y Lucio el Cabrero. Seguramente, ambas casas estarían a salvo de las llamas pues estaban rodeadas de tierras del cultivo recien aradas, lo cual constituía el mejor de los cortafuegos posibles. Pero sus habitantes no podrían bajar al pueblo y más valía que nadie hubiese emprendido ese recorrido aquella tarde, porque estaba condenado a morir abrasado.
Al cabo de tres horas de lucha, el cielo pareció apiadarse de sus ruegos, al menos en parte, ya que aunque no mandó la ansiada lluvia, el viento cambió de dirección y ahora empujaba el fuego, alejándolo del pueblo. Los vecinos por fin podían descansar. Varios de ellos se dirigieron a la taberna,deseosos de refrescar su gaznate con un chato de vino. Alfonso y Ramiro estaba sentados en una mesa cuando pudieron ver que Raimundo palidecía al hablar con Pepa. Algo muy grave tenía que haber sucedido para que el Ulloa tuviese que agarrarse a la barra para no caer al suelo. Ambos hermanos se levantaron de un salto, preocupados.
El verano había durado mucho más de lo normal. Y cuando llegó el mes de octubre, en vez de traer las ansiadas lluvias y los primeros fríos con el viento del norte, el sol siguió quemando los campos y secando los mantiales. Los labriegos miraban desesperados al cielo, esperando que Dios escuchase sus súplicas y tuviese a bien enviar el agua necesaria para salvar las cosechas. Hasta don Anselemo, que no era muy dado a creer en según que supecherías, estaba pensando en sacar los santos en procesión, por si acaso podían obrar el milagro que sus oraciones no conseguían. Sin embargo, aquellos que no necesitaban mancharse las manos con tierra para obtener su sustento no llegaban a ver el alcance de aquel desastre. Sólo lamentaban que las colas de mujeres para llenar los cántaros de agua en la fuente fuesen cada día más largas. O se quejaban de que los parroquianos usasen vestimentas menos limpias de lo habitula, ignorando que no se podía desperdiciar ni una sola gota de auga en algo que no fuera aplacar la sed; y lavar la ropa era un lujo al alcance de muy pocos. Pero ni los unos ni los otros, ni los labriegos que rogaban al cielo, ni los insensatos que no veían más allá de sus negocios, sabían que lo peor estaba aun por llegar. Porque bastaba un rayo, un despiste, o simplemente la locura de cualquier desalmado, para hacer estallar aquel polvorín en el que se había convertido el monte por mor de la sequía. De hecho, los viajeros traían noticias de pavorosos fuegos que estaban asolando las cercanas tierras de Ourense, arrasando bosques centenarios y poniendo en peligro vidas y haciendas.
Aquella tarde el viento soplaba del sur, tal y como había ocurrido en los últimos días, y la vida s discurría igual que siempre por las calles de Puente Viejo. Hasta que el aire trajo consigo aquel insoportable olor a quemado. En algún lugar cercano se había desatado un incendio. Al poco rato la cámpana de la iglesia dio la voz de alarma y los vecinos se reunieron en la plaza. El alcalde les comunicó que el Monte de los Pinos, en el que se encontraba la ermita de San Antonio, estaba ardiendo. Tendrían que componer un cortafuegos a la entrada del pueblo y disponer una cadena humana para llevar agua desde el río. Los hombres y los mozos se pusieron manos a la obra cavando las zanjas, mientras las mujeres se disponían a trasegar agua con cántaros y cubos. Lo que el alcalde no les había dicho es que, además, el fuego había logrado saltar a ambos lados del camino que sale de la ermita hacia la aldea de Noceda, dejando aisladas las granjas de Pepe el Lechero y Lucio el Cabrero. Seguramente, ambas casas estarían a salvo de las llamas pues estaban rodeadas de tierras del cultivo recien aradas, lo cual constituía el mejor de los cortafuegos posibles. Pero sus habitantes no podrían bajar al pueblo y más valía que nadie hubiese emprendido ese recorrido aquella tarde, porque estaba condenado a morir abrasado.
Al cabo de tres horas de lucha, el cielo pareció apiadarse de sus ruegos, al menos en parte, ya que aunque no mandó la ansiada lluvia, el viento cambió de dirección y ahora empujaba el fuego, alejándolo del pueblo. Los vecinos por fin podían descansar. Varios de ellos se dirigieron a la taberna,deseosos de refrescar su gaznate con un chato de vino. Alfonso y Ramiro estaba sentados en una mesa cuando pudieron ver que Raimundo palidecía al hablar con Pepa. Algo muy grave tenía que haber sucedido para que el Ulloa tuviese que agarrarse a la barra para no caer al suelo. Ambos hermanos se levantaron de un salto, preocupados.
#886
19/10/2011 13:31
-Raimundo, ¿qué ha pasado?-preguntó Alfonso, que sin saber bien por qué había sentido una punzada en el estómago al ver la reacción del tabernero.
-Emilia…….es………. Emilia
-Por lo que más quiera, ¿qué pasa con su hija? ¿es que le ha ocurrido algo malo?-su tono empezaba a denotar desesperación.
-Es que salió a primera hora de la tarde a comprar quesos y huevos a las granjas del camino de Noceda y aun no ha regresado-respondió Pepa, pues Raimundo no era capaz de articular palabra.
-No se preocupe, que seguro que al ver el fuego se quedó en casa de Pepe y allí estará segura-habló Ramiro tratando de tranquilizar tanto a aquel padre desesperado como a Alfonso. Pero este último ni siquiera llegó a escuchar sus palabras.
-Voy a buscarla-fue lo único que dijo antes de salir corriendo por la puerta de la posada. Nadie podría detenerlo si Emilia estaba en peligro.
Los siguientes minutos fueron angustiosos. Pepa preparó una infusión para calmar a Raimundo mientras Ramiro daba vueltas rezando para que su hermano regresara sano y salvo. Se maldijo por no haberlo detenido, aunque bien debería saber él que cuando Alfonso se proponía algo no había nadie capaz de impedirlo. Y más si se trataba de salvar a Emilia Ulloa. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no escuchó el grito de júbilo del tabernero al ver entrar por la puerta a su hija, quien sorprendida se dejó abrazar por su padre y por Pepa.
-¿Se puede saber que os pasa para recibirme de este modo?-preguntó extrañada.
-Estabamos preocupados por ti porque pensabamos que el incendio te había pillado en el camino de la granja de Pepe el Lechero.
-Tuve suerte y ya estaba a las puertas del pueblo cuando las llamas cerraron el camino-les explicó-.De hecho, fui yo la que dio la voz de alarma. Y cuando don Pedro ordenó traer agua del río fui a ayudar a las demás mujeres.
-¡Menos mal!-suspiró su padre mientras la abrazaba de nuevo.-No sabes el susto que nos has dado. Pero ahora tenemos que preocuparnos por Alfonso.
-¿Es que le ha pasado algo?-ahora era ella la que se mostraba inquieta.
-Pues que salió en tu búsqueda
-¡Pero es que se ha vuelto loco o qué! ¡Cómo se le ocurre meterse así en el peligro!-exclamó Emilia, mientras sentía que como le empezaba a faltar el aliento.
-Claro que mi hermano está loco…….está loco por ti y no dudaría en ir hasta las mismísimas puertas del infierno con tal de que a ti no te pasara nada-le gritó Ramiro fuera de si.-No sé cómo puedes estar tan ciega.-El miedo hablaba por él.
-¡Basta ya muchacho!-intercedió Pepa agarrándolo del brazo.-Con reproches no vamos a solucionar nada.
-Lo siento mucho…..Emilia-trató de disculparse cabizbajo al darse cuenta el error que había cometido. Ella no tenía la culpa de que su hermano se hubiera metido sólo en la boca del peligro- Es que estoy aterrado, tengo miedo de que le pase algo.
-Emilia…….es………. Emilia
-Por lo que más quiera, ¿qué pasa con su hija? ¿es que le ha ocurrido algo malo?-su tono empezaba a denotar desesperación.
-Es que salió a primera hora de la tarde a comprar quesos y huevos a las granjas del camino de Noceda y aun no ha regresado-respondió Pepa, pues Raimundo no era capaz de articular palabra.
-No se preocupe, que seguro que al ver el fuego se quedó en casa de Pepe y allí estará segura-habló Ramiro tratando de tranquilizar tanto a aquel padre desesperado como a Alfonso. Pero este último ni siquiera llegó a escuchar sus palabras.
-Voy a buscarla-fue lo único que dijo antes de salir corriendo por la puerta de la posada. Nadie podría detenerlo si Emilia estaba en peligro.
Los siguientes minutos fueron angustiosos. Pepa preparó una infusión para calmar a Raimundo mientras Ramiro daba vueltas rezando para que su hermano regresara sano y salvo. Se maldijo por no haberlo detenido, aunque bien debería saber él que cuando Alfonso se proponía algo no había nadie capaz de impedirlo. Y más si se trataba de salvar a Emilia Ulloa. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no escuchó el grito de júbilo del tabernero al ver entrar por la puerta a su hija, quien sorprendida se dejó abrazar por su padre y por Pepa.
-¿Se puede saber que os pasa para recibirme de este modo?-preguntó extrañada.
-Estabamos preocupados por ti porque pensabamos que el incendio te había pillado en el camino de la granja de Pepe el Lechero.
-Tuve suerte y ya estaba a las puertas del pueblo cuando las llamas cerraron el camino-les explicó-.De hecho, fui yo la que dio la voz de alarma. Y cuando don Pedro ordenó traer agua del río fui a ayudar a las demás mujeres.
-¡Menos mal!-suspiró su padre mientras la abrazaba de nuevo.-No sabes el susto que nos has dado. Pero ahora tenemos que preocuparnos por Alfonso.
-¿Es que le ha pasado algo?-ahora era ella la que se mostraba inquieta.
-Pues que salió en tu búsqueda
-¡Pero es que se ha vuelto loco o qué! ¡Cómo se le ocurre meterse así en el peligro!-exclamó Emilia, mientras sentía que como le empezaba a faltar el aliento.
-Claro que mi hermano está loco…….está loco por ti y no dudaría en ir hasta las mismísimas puertas del infierno con tal de que a ti no te pasara nada-le gritó Ramiro fuera de si.-No sé cómo puedes estar tan ciega.-El miedo hablaba por él.
-¡Basta ya muchacho!-intercedió Pepa agarrándolo del brazo.-Con reproches no vamos a solucionar nada.
-Lo siento mucho…..Emilia-trató de disculparse cabizbajo al darse cuenta el error que había cometido. Ella no tenía la culpa de que su hermano se hubiera metido sólo en la boca del peligro- Es que estoy aterrado, tengo miedo de que le pase algo.
#887
19/10/2011 13:35
La muchacha quiso decirle que no se preocupara, que comprendía muy bien su angustia y que incluso se sabía merecedora de aquellas duras palabras por haber sido tan necia. Pero de su garganta no salía la voz, sólo sollozos que trajeron consigo lágrimas. Y mientras ella lloraba consolada por su padre, afuera, en la plaza, las primeras gotas de lluvia mojaban los adoquines. Casi todos respiraron aliviados, casi todos.
Al cabo de dos horas ya no quedaba ningún parroquiano en la taberna. Sólo una mesa estaba ocupada. Raimundo, sentado entre Ramiro y Pepa, trataba de tranquilizarlos a todos y tranquilizarse a si mismo diciendo que seguramente habría desistido de meterse al camino de Noceda y, en todo caso, la lluvia estaría apagando el fuego. Además, era un hombre fuerte y conocía los caminos como la palma de su mano.
Mientras, sentada fuera, en el banco de junto a la puerta, Emilia rogaba a Dios que le permitiera volver ver a Alfonso, pues tenía millones de cosas que decirle. Le rogaría que la perdonara por su egoísmo, por no haberle hecho caso, , por haberle gritado tantas veces, por abofetearlo, por culparlo de la marcha de aquel tunante de Severiano, ………. por haber estado tan ciega. Apretaba el mandil entre sus manos mientras su vista se perdía en alguna de las calles que salían de la plaza. Sólo su respiración agitada rompía el silencio de la noche. Hasta que sintió unos pasos cansados que se acercaban.
-¡Alfonso!-gritó mientras ya corría hacia él.
Cuando Pepa, Ramiro y Raimundo salieron a la plaza alertados por la voz de Emilia se los encontraron abrazados y llorando.Los tres sonrieron aliviados. El Ulloa le pasó una mano por el hombro al pequeños de los Castañeda para decirle en voz baja:
-Tienes razón, zagal. ¡No sé como pueden estar tan ciegos!.
Al cabo de dos horas ya no quedaba ningún parroquiano en la taberna. Sólo una mesa estaba ocupada. Raimundo, sentado entre Ramiro y Pepa, trataba de tranquilizarlos a todos y tranquilizarse a si mismo diciendo que seguramente habría desistido de meterse al camino de Noceda y, en todo caso, la lluvia estaría apagando el fuego. Además, era un hombre fuerte y conocía los caminos como la palma de su mano.
Mientras, sentada fuera, en el banco de junto a la puerta, Emilia rogaba a Dios que le permitiera volver ver a Alfonso, pues tenía millones de cosas que decirle. Le rogaría que la perdonara por su egoísmo, por no haberle hecho caso, , por haberle gritado tantas veces, por abofetearlo, por culparlo de la marcha de aquel tunante de Severiano, ………. por haber estado tan ciega. Apretaba el mandil entre sus manos mientras su vista se perdía en alguna de las calles que salían de la plaza. Sólo su respiración agitada rompía el silencio de la noche. Hasta que sintió unos pasos cansados que se acercaban.
-¡Alfonso!-gritó mientras ya corría hacia él.
Cuando Pepa, Ramiro y Raimundo salieron a la plaza alertados por la voz de Emilia se los encontraron abrazados y llorando.Los tres sonrieron aliviados. El Ulloa le pasó una mano por el hombro al pequeños de los Castañeda para decirle en voz baja:
-Tienes razón, zagal. ¡No sé como pueden estar tan ciegos!.
#888
19/10/2011 18:52
TIEMPO
Hoy hace una semana que Emilia duerme con Alfonso. Una semana hace que Alfonso vela por Emilia, y las noches se le escurren sin que le de tiempo a cerrar los ojos. Es pequeño el catre y enorme el abismo que se abre en su centro, separándoles. Ella duerme vuelta del otro lado, para que él no lea en su cara la vergüenza que siente encadenándole a un vientre que no es suyo. Porfía en silencio porque en su desdicha ha terminado arrastrando el hombre más bueno de todo Puente Viejo. Él duerme de cara a la pared, por si el sueño le vence y el deseo aprovecha para tentarle las manos.
Hoy hace dos semanas que Alfonso hierve manzanilla de madrugada, todas las noches. Cuando las náuseas se intensifican al alba, el menjunje ya se ha reposado un buen rato, y sobre la silla destartalada que hace las veces de mesita de noche, Alfonso espera que Emilia lo beba y se le calmen las entrañas. Si no lo consigue, se queda con ella y le sujeta la frente, o la tumba de lado. La quiere más a cada rato, calla como siempre lo ha hecho y rumia su amor en silencio.
Hoy hace un mes que Emilia prepara el almuerzo que Alfonso se comerá en el tajo. Pero esta mañana se demora un poco más al entregárselo bajo el umbral, sólo unos segundos más al dejarlo caer en su mano, para que su calor le caliente los dedos. Él sonríe al contacto y también la mira más tiempo del debido, para después marcharse extrañamente reconfortado.
Hoy hace dos meses que Emilia y Alfonso comparten la manta raída que les cubre de noche. Pero el invierno arrecia en las calles, y ella siente que el frío se le cuela por los pies y se apodera de todo su cuerpo. Se le antoja que la leche caliente la calmará. Desea un vaso de leche caliente más que nada en este mundo. Él se ríe y le habla de caprichos propios de su estado, pero renegando entre risas, se levanta y aprovecha el rescoldo de la lumbre para gobernar un vaso. Cuando vuelve, ella descubre un fino hilo blanco sobre su bigote y ríe a carcajadas, como hace años que no ríe. Él se defiende diciendo que sólo quería comprobar si estaba bien templada. Pero ella no escucha, ríe, ríe, ríe. Canta para él con su risa, y esa noche tampoco se dan la espalda para dormir.
Hoy hace tres meses que Emilia teje jerseys junto a la chimenea. Así la encuentra él cuando vuelve cada día, meciéndose junto al cesto de mimbre en el que crecen los montones de una ropa tan pequeña, que a él se le antoja que ni recién nacido cabrá ahí un niño. Pero esa noche, al oírle cruzar la estancia, ella se levanta y le abraza. Siente de súbito la necesidad de darle las gracias por lo que ha hecho, pero sin saber por qué calla, pensando que quizá le vayan a herir sus palabras. Se abrazan eternamente, comparten mesa y se quedan parlamentando hasta que las velas se agotan.
Hoy hace seis meses que ella le besó en la mejilla, delante de los invitados, y el beso les supo a hielo y escarcha. Y hoy sin embargo se besan a solas, despacio, sin prisa. No saben quién ha empezado, qué fue lo último que se dijeron ni qué hablaron durante la cena. No saben qué ha podido ocurrir mientras apagaban las velas de la estancia para dirigirse al cuarto. Sólo se han encontrado en la penumbra y ha sido lo que había de ser. El niño se agita en el vientre, conmovido por las sensaciones de su madre, y sin querer les separa. Esta noche, ella duerme vuelta del otro lado, pero ahora él le cuida la espalda, y su palma abierta acuna al niño sobre la piel.
Hoy hace siete meses que a Emilia empezaron a abandonarla los malos sueños. Y por fin hoy, en una neblina difusa, que se intuye más que se ve, tiene un sueño de color azul. Está Alfonso en él, sosteniendo entre los brazos al niño que aún no ha nacido. Y cuando les mira a los dos, ve que comparten los ojos y la mirada, y eso la hace feliz, no sabe si en el sueño o en la vida. Quizá en ambos.
Hoy hace ocho meses que Alfonso eligió ser el marido de Emilia, y el padre de la criatura que se abre paso a empellones para venir al mundo. Corre como alma que lleva el diablo para traer pronto a la partera, y cuando Pepa se posiciona entre las piernas de su mujer, él la besa en los labios y se encamina hacia la estancia donde Raimundo, Sebastián y Ramiro esperan. Pero la voz de Emilia le detiene, le ruega que no la deje sola, y él no necesita más para darse la vuelta y agarrarle la mano. Al demonio con lo que es correcto. Así, él será el primero en tomar al niño y dejarlo entre los brazos de su madre, y algo que le aporrea el pecho le hace entender que el niño no es de nadie más que suyo, de los dos.
Hoy hace diez meses que ella dijo sí, quiero. Pero por primera vez, hoy Emilia le dice te quiero. Y aunque Alfonso nunca consideró que fueran importantes las palabras, hoy ha aprendido el poder que tienen para remover almas. Para trastocar la suya. O quizá no es lo que dice, sino cómo lo dice, dónde, cuándo; es su voz que susurra, son sus ojos que le miran. Alfonso despierta al nuevo día conforme el niño se duerme, con los labios cerrados en torno al pecho de su madre, alimentándose de ella. Y se alimenta también él de esa imagen tan hermosa, y no se resiste a besar sus labios. Es al separarse cuando ella lo dice, te quiero, con esa boca tan bonita, como si no lo hubiera pensado y le hubiera brotado de los labios sin querer.
Hoy hace un año que Emilia y Alfonso son marido y mujer a ojos de la gente. Pero esta noche lo son también a los suyos, a su piel, a sus manos. Emilia aprende cómo se hace el amor, Alfonso se lo enseña a golpe de caricias, y mientras el mundo duerme fuera de su universo, ella se desmadeja entre sus brazos, descubre que el amor sabe a sal y a mar, que su piel puede vibrar al contacto con otra piel. Él la lleva al límite de su cuerpo y ella se agita y se cree morir, le ruega y le pide cosas que mañana no se sonrojará al recordar, le llama, le saborea, le espera, le araña, le necesita, le recibe. Le ama.
Hoy hace una semana que Emilia duerme con Alfonso. Una semana hace que Alfonso vela por Emilia, y las noches se le escurren sin que le de tiempo a cerrar los ojos. Es pequeño el catre y enorme el abismo que se abre en su centro, separándoles. Ella duerme vuelta del otro lado, para que él no lea en su cara la vergüenza que siente encadenándole a un vientre que no es suyo. Porfía en silencio porque en su desdicha ha terminado arrastrando el hombre más bueno de todo Puente Viejo. Él duerme de cara a la pared, por si el sueño le vence y el deseo aprovecha para tentarle las manos.
Hoy hace dos semanas que Alfonso hierve manzanilla de madrugada, todas las noches. Cuando las náuseas se intensifican al alba, el menjunje ya se ha reposado un buen rato, y sobre la silla destartalada que hace las veces de mesita de noche, Alfonso espera que Emilia lo beba y se le calmen las entrañas. Si no lo consigue, se queda con ella y le sujeta la frente, o la tumba de lado. La quiere más a cada rato, calla como siempre lo ha hecho y rumia su amor en silencio.
Hoy hace un mes que Emilia prepara el almuerzo que Alfonso se comerá en el tajo. Pero esta mañana se demora un poco más al entregárselo bajo el umbral, sólo unos segundos más al dejarlo caer en su mano, para que su calor le caliente los dedos. Él sonríe al contacto y también la mira más tiempo del debido, para después marcharse extrañamente reconfortado.
Hoy hace dos meses que Emilia y Alfonso comparten la manta raída que les cubre de noche. Pero el invierno arrecia en las calles, y ella siente que el frío se le cuela por los pies y se apodera de todo su cuerpo. Se le antoja que la leche caliente la calmará. Desea un vaso de leche caliente más que nada en este mundo. Él se ríe y le habla de caprichos propios de su estado, pero renegando entre risas, se levanta y aprovecha el rescoldo de la lumbre para gobernar un vaso. Cuando vuelve, ella descubre un fino hilo blanco sobre su bigote y ríe a carcajadas, como hace años que no ríe. Él se defiende diciendo que sólo quería comprobar si estaba bien templada. Pero ella no escucha, ríe, ríe, ríe. Canta para él con su risa, y esa noche tampoco se dan la espalda para dormir.
Hoy hace tres meses que Emilia teje jerseys junto a la chimenea. Así la encuentra él cuando vuelve cada día, meciéndose junto al cesto de mimbre en el que crecen los montones de una ropa tan pequeña, que a él se le antoja que ni recién nacido cabrá ahí un niño. Pero esa noche, al oírle cruzar la estancia, ella se levanta y le abraza. Siente de súbito la necesidad de darle las gracias por lo que ha hecho, pero sin saber por qué calla, pensando que quizá le vayan a herir sus palabras. Se abrazan eternamente, comparten mesa y se quedan parlamentando hasta que las velas se agotan.
Hoy hace seis meses que ella le besó en la mejilla, delante de los invitados, y el beso les supo a hielo y escarcha. Y hoy sin embargo se besan a solas, despacio, sin prisa. No saben quién ha empezado, qué fue lo último que se dijeron ni qué hablaron durante la cena. No saben qué ha podido ocurrir mientras apagaban las velas de la estancia para dirigirse al cuarto. Sólo se han encontrado en la penumbra y ha sido lo que había de ser. El niño se agita en el vientre, conmovido por las sensaciones de su madre, y sin querer les separa. Esta noche, ella duerme vuelta del otro lado, pero ahora él le cuida la espalda, y su palma abierta acuna al niño sobre la piel.
Hoy hace siete meses que a Emilia empezaron a abandonarla los malos sueños. Y por fin hoy, en una neblina difusa, que se intuye más que se ve, tiene un sueño de color azul. Está Alfonso en él, sosteniendo entre los brazos al niño que aún no ha nacido. Y cuando les mira a los dos, ve que comparten los ojos y la mirada, y eso la hace feliz, no sabe si en el sueño o en la vida. Quizá en ambos.
Hoy hace ocho meses que Alfonso eligió ser el marido de Emilia, y el padre de la criatura que se abre paso a empellones para venir al mundo. Corre como alma que lleva el diablo para traer pronto a la partera, y cuando Pepa se posiciona entre las piernas de su mujer, él la besa en los labios y se encamina hacia la estancia donde Raimundo, Sebastián y Ramiro esperan. Pero la voz de Emilia le detiene, le ruega que no la deje sola, y él no necesita más para darse la vuelta y agarrarle la mano. Al demonio con lo que es correcto. Así, él será el primero en tomar al niño y dejarlo entre los brazos de su madre, y algo que le aporrea el pecho le hace entender que el niño no es de nadie más que suyo, de los dos.
Hoy hace diez meses que ella dijo sí, quiero. Pero por primera vez, hoy Emilia le dice te quiero. Y aunque Alfonso nunca consideró que fueran importantes las palabras, hoy ha aprendido el poder que tienen para remover almas. Para trastocar la suya. O quizá no es lo que dice, sino cómo lo dice, dónde, cuándo; es su voz que susurra, son sus ojos que le miran. Alfonso despierta al nuevo día conforme el niño se duerme, con los labios cerrados en torno al pecho de su madre, alimentándose de ella. Y se alimenta también él de esa imagen tan hermosa, y no se resiste a besar sus labios. Es al separarse cuando ella lo dice, te quiero, con esa boca tan bonita, como si no lo hubiera pensado y le hubiera brotado de los labios sin querer.
Hoy hace un año que Emilia y Alfonso son marido y mujer a ojos de la gente. Pero esta noche lo son también a los suyos, a su piel, a sus manos. Emilia aprende cómo se hace el amor, Alfonso se lo enseña a golpe de caricias, y mientras el mundo duerme fuera de su universo, ella se desmadeja entre sus brazos, descubre que el amor sabe a sal y a mar, que su piel puede vibrar al contacto con otra piel. Él la lleva al límite de su cuerpo y ella se agita y se cree morir, le ruega y le pide cosas que mañana no se sonrojará al recordar, le llama, le saborea, le espera, le araña, le necesita, le recibe. Le ama.
#889
19/10/2011 19:46
Ains, Fermaría, precioso... Que ternura en tus palabras.
Mozas, seguid así que es un regalo leeros a todas vosotras
Mozas, seguid así que es un regalo leeros a todas vosotras
#890
19/10/2011 20:24
Como dice Aricia, q preciosidad!!!!! No pareis q son increibles todos vuestros fics!!!
#891
19/10/2011 20:28
Me uno y digo, fermaria aqui tienes otra fan.
#892
19/10/2011 21:44
Fermaria... como echaba en falta uno de estos relatos tuyos..... aiiiissss!!! precioso de verdad!!
#893
19/10/2011 22:20
~~Continuación de la Historia de Martín y Ana Castañeda~~
Decido bajar al pueblo andando. Podría haber cogido mi caballo y llegar en unos pocos minutos, pero prefiero alargar la caminata y poder pensar y aclarar mis ideas. Si no comienzo a controlarme, pronto todos sabrán las dudas que me atenazan.
Llego a la plaza y me sorprendo comprobando lo poco que ha cambiado en este tiempo. Todo parece igual, como congelado. Las mismas casas, el mismo colmado, la misma consulta de tía Gregoria en una esquina y la posada, centro neurálgico de todos los parroquianos del pueblo. Sólo algunas caras han cambiado. Gente nueva que ha llegado a la comarca en busca de mejor fortuna.
Sentado junta a la puerta de la posada, en soledad, veo a Raimundo Ulloa. Su rostro ajado por los años inclinado hacia los rayos de sol y sus manos arrugadas apoyadas en el bastón de madera que ahora acompañan sus pasos. Camino hacia él, sigiloso, y contemplo por unos segundos al hombre que me ha querido como si fuera un nieto de su sangre.
Raimundo frunce el ceño. Algo lo perturba. Gira el rostro, como si pudiera encontrarme con sus ojos ciegos y cuando se posan en mí, tengo la ilusión de que realmente me están viendo.
- ¿Quién anda ahí?—pregunta sin apartar sus ojos velados de mí. –Puede que esté ciego, pero sé que estás delante de mí. Me estás tapando el sol—insiste con tono gruñón—y puedo oler esa colonia de señorito que llevas.
- Sólo falta que me digas quien soy—bromeo.
- ¿Martín?—pregunta tras un momento de incertidumbre.
- El mismo. Sólo espero que no me diga que ha sido la colonia de señorito la que me ha delatado.
- Ja ja ja, muchacho—ríe Raimundo ayudándose del bastón y poniéndose en pie. –Ven y abraza a este viejo.
Los brazos de Raimundo me atrapan con más fuerza de la que se podría pensar que queda en sus viejos huesos.
- No creas que te voy a perdonar tan fácilmente que hayas tardado un día en venir a saludar a tu viejo abuelo—me dice apretándome los hombros con sus manos. –Estaré ciego, pero escucho perfectamente, y sé que llegaste ayer por la tarde.
- Lo siento, abuelo. Pero llegué en la tarde y mi madre y mis hermanas me acribillaron a preguntas. Y esta mañana fue el turno de padre y tío Sebastián.
- Bueno, entonces tienes una buena excusa—ríe. –No nos quedemos aquí y entremos en la posada, que ahora es mi turno del interrogatorio. Seguro que me tienes que contar muchas cosas después de tanto tiempo.
Raimundo no espera a que yo le ayude y entra con paso seguro y confiado a su posada. Ocupa una mesa apartada del gentío y me indica con un gesto que me siente a su lado. Miro a mi alrededor, buscando con la mirada a Emilia Ulloa, pero ella no está detrás de la barra ni entre los fogones. En su lugar, encuentro a José Castañeda, el hermano de Ana. Éste me saluda levantando la mano con la que está secando unos vasos y una simpática sonrisa.
Todo el mundo decía que José se parece a su tío Ramiro Castañeda, siempre risueño y con espíritu juguetón, pero también muy maduro para la edad que tiene. Las veces que había visto a tío y sobrino juntos me resultaba difícil no confundirlos como padre e hijo, tan parecidos eran. Y como un hijo lo trataba Ramiro, ya que la providencia había tenido la gracia de concederle que toda su progenie fuera femenina. Cinco preciosas niñas, tan pizpiretas y graciosas como su madre, Macarena.
-Bienvenido y bienhallado, Martín—saluda José trayendo consigo un par de chatos de vino y un vaso de agua de tónica para su abuelo.
- Gracias por la bienvenida, José—respondo apretando la mano que me ofrece el muchacho. -¿Cómo está tu familia?—Ya está. Solté la pregunta. No hay marcha atrás.
- Bulliciosa como siempre.
- Y tu madre, ¿no está por aquí?
- No, hoy se ha quedado en casa. Mi hermana Ruth está con varicela y madre está cuidándola.
- Cuidar al pequeño trasto de Ruth sí que es un trabajo cansado—comenta Raimundo con una sonrisa de oreja a oreja. –Igualita que su madre y su hermana a su edad.
- Puede que sea igual que madre, pero dudo que llegue a ser tan trasto como Ana. Aún recuerdo la vez que me llenó de grillos el pantalón en el colegio, y me tuve que quedar en paños menores delante de mis amigos para poder quitármelo.
- También me consta que tú no te has quedaste atrás y se la devolviste con creces.
- Mi orgullo herido exigía una compensación—ríe el muchacho y sus ojos brillan traviesos. –Bueno, os dejo. Me están reclamando en la barra.
José vuelve a dejarnos solos a Raimundo y a mí. En la breve conversación con el joven Castañeda no he podido saber nada sobre Ana. Una mezcla de alivio y angustia me llena.
- Muy bien, muchacho. Es hora de que tú y yo hablemos.
- Por supuesto, Raimundo. ¿Qué quiere que le cuente?
- Podría pedirte que me contases tus experiencias por Inglaterra, sobre dónde has estado y qué has hecho, pero seguramente ya estarás cansado de contarlo una y otra vez—sonríe comprensivo antes de proseguir. –Sin embargo, muchacho, yo estoy más interesado en conocer los motivos por los que te fuiste.
Las palabras de Raimundo me dejan congelado. Había esperado que me preguntase casi por cualquier cosa menos por los motivos que me llevaron a irme de aquí.
- ¿Mis motivos?—pregunto intentando ganar tiempo. –Pensé que sabía que el profesor me envió una oferta para trabajar con él.
- Sí, lo sé. Como también sé que esa oferta la recibiste prácticamente al terminar tus estudios y entonces la rechazaste.
- Sí, bueno, porque entonces llevaba mucho tiempo fuera de casa y tenía ganas de volver—me defiendo.
- Sigues sin contestar mi pregunta, muchacho. Aún no me has dicho por qué te fuiste hace cuatro años de Puente Viejo… Y yo creo saber la respuesta—añade en tono misterioso.
- ¿Y… cuáles cree que fueron mis motivos?
- No fueron varios motivos, muchacho, fue uno sólo. Un motivo de hermosos ojos castaños y sonrisa que te llena el corazón—me dice con una sonrisa nostálgica. –Te fuiste por mi pequeña Ana, muchacho. Pero quiero saber el por qué.
Sus palabras me han enmudecido. Durante todo este tiempo yo he creído que había sido muy bueno ocultando mis sentimientos, pero por lo visto no lo suficiente, ya que Raimundo Ulloa parece haberme leído como un libro abierto.
- ¿De dónde saca esa idea, Raimundo?
- Puede que mis ojos estén ahora ciegos, pero hace cuatro años aún veían. También te conozco desde pequeño, Martín. Y conozco perfectamente a mi nieta. Os he visto crecer juntos y he visto cómo los años han cambiado los sentimientos en ambos.
- ¿Lo sabe alguien más?—pregunto en un susurro, casi temeroso de que mis palabras lleguen a oídos diferentes de los de Raimundo.
- No, muchacho. Aunque no me cabe ninguna duda de que tu madre sospecha algo. Pepa siempre ha sido muy intuitiva y aunque no hemos hablado directamente sobre el tema, yo sé que no puedes ocultarle nada a tu madre.
**continúa**
Decido bajar al pueblo andando. Podría haber cogido mi caballo y llegar en unos pocos minutos, pero prefiero alargar la caminata y poder pensar y aclarar mis ideas. Si no comienzo a controlarme, pronto todos sabrán las dudas que me atenazan.
Llego a la plaza y me sorprendo comprobando lo poco que ha cambiado en este tiempo. Todo parece igual, como congelado. Las mismas casas, el mismo colmado, la misma consulta de tía Gregoria en una esquina y la posada, centro neurálgico de todos los parroquianos del pueblo. Sólo algunas caras han cambiado. Gente nueva que ha llegado a la comarca en busca de mejor fortuna.
Sentado junta a la puerta de la posada, en soledad, veo a Raimundo Ulloa. Su rostro ajado por los años inclinado hacia los rayos de sol y sus manos arrugadas apoyadas en el bastón de madera que ahora acompañan sus pasos. Camino hacia él, sigiloso, y contemplo por unos segundos al hombre que me ha querido como si fuera un nieto de su sangre.
Raimundo frunce el ceño. Algo lo perturba. Gira el rostro, como si pudiera encontrarme con sus ojos ciegos y cuando se posan en mí, tengo la ilusión de que realmente me están viendo.
- ¿Quién anda ahí?—pregunta sin apartar sus ojos velados de mí. –Puede que esté ciego, pero sé que estás delante de mí. Me estás tapando el sol—insiste con tono gruñón—y puedo oler esa colonia de señorito que llevas.
- Sólo falta que me digas quien soy—bromeo.
- ¿Martín?—pregunta tras un momento de incertidumbre.
- El mismo. Sólo espero que no me diga que ha sido la colonia de señorito la que me ha delatado.
- Ja ja ja, muchacho—ríe Raimundo ayudándose del bastón y poniéndose en pie. –Ven y abraza a este viejo.
Los brazos de Raimundo me atrapan con más fuerza de la que se podría pensar que queda en sus viejos huesos.
- No creas que te voy a perdonar tan fácilmente que hayas tardado un día en venir a saludar a tu viejo abuelo—me dice apretándome los hombros con sus manos. –Estaré ciego, pero escucho perfectamente, y sé que llegaste ayer por la tarde.
- Lo siento, abuelo. Pero llegué en la tarde y mi madre y mis hermanas me acribillaron a preguntas. Y esta mañana fue el turno de padre y tío Sebastián.
- Bueno, entonces tienes una buena excusa—ríe. –No nos quedemos aquí y entremos en la posada, que ahora es mi turno del interrogatorio. Seguro que me tienes que contar muchas cosas después de tanto tiempo.
Raimundo no espera a que yo le ayude y entra con paso seguro y confiado a su posada. Ocupa una mesa apartada del gentío y me indica con un gesto que me siente a su lado. Miro a mi alrededor, buscando con la mirada a Emilia Ulloa, pero ella no está detrás de la barra ni entre los fogones. En su lugar, encuentro a José Castañeda, el hermano de Ana. Éste me saluda levantando la mano con la que está secando unos vasos y una simpática sonrisa.
Todo el mundo decía que José se parece a su tío Ramiro Castañeda, siempre risueño y con espíritu juguetón, pero también muy maduro para la edad que tiene. Las veces que había visto a tío y sobrino juntos me resultaba difícil no confundirlos como padre e hijo, tan parecidos eran. Y como un hijo lo trataba Ramiro, ya que la providencia había tenido la gracia de concederle que toda su progenie fuera femenina. Cinco preciosas niñas, tan pizpiretas y graciosas como su madre, Macarena.
-Bienvenido y bienhallado, Martín—saluda José trayendo consigo un par de chatos de vino y un vaso de agua de tónica para su abuelo.
- Gracias por la bienvenida, José—respondo apretando la mano que me ofrece el muchacho. -¿Cómo está tu familia?—Ya está. Solté la pregunta. No hay marcha atrás.
- Bulliciosa como siempre.
- Y tu madre, ¿no está por aquí?
- No, hoy se ha quedado en casa. Mi hermana Ruth está con varicela y madre está cuidándola.
- Cuidar al pequeño trasto de Ruth sí que es un trabajo cansado—comenta Raimundo con una sonrisa de oreja a oreja. –Igualita que su madre y su hermana a su edad.
- Puede que sea igual que madre, pero dudo que llegue a ser tan trasto como Ana. Aún recuerdo la vez que me llenó de grillos el pantalón en el colegio, y me tuve que quedar en paños menores delante de mis amigos para poder quitármelo.
- También me consta que tú no te has quedaste atrás y se la devolviste con creces.
- Mi orgullo herido exigía una compensación—ríe el muchacho y sus ojos brillan traviesos. –Bueno, os dejo. Me están reclamando en la barra.
José vuelve a dejarnos solos a Raimundo y a mí. En la breve conversación con el joven Castañeda no he podido saber nada sobre Ana. Una mezcla de alivio y angustia me llena.
- Muy bien, muchacho. Es hora de que tú y yo hablemos.
- Por supuesto, Raimundo. ¿Qué quiere que le cuente?
- Podría pedirte que me contases tus experiencias por Inglaterra, sobre dónde has estado y qué has hecho, pero seguramente ya estarás cansado de contarlo una y otra vez—sonríe comprensivo antes de proseguir. –Sin embargo, muchacho, yo estoy más interesado en conocer los motivos por los que te fuiste.
Las palabras de Raimundo me dejan congelado. Había esperado que me preguntase casi por cualquier cosa menos por los motivos que me llevaron a irme de aquí.
- ¿Mis motivos?—pregunto intentando ganar tiempo. –Pensé que sabía que el profesor me envió una oferta para trabajar con él.
- Sí, lo sé. Como también sé que esa oferta la recibiste prácticamente al terminar tus estudios y entonces la rechazaste.
- Sí, bueno, porque entonces llevaba mucho tiempo fuera de casa y tenía ganas de volver—me defiendo.
- Sigues sin contestar mi pregunta, muchacho. Aún no me has dicho por qué te fuiste hace cuatro años de Puente Viejo… Y yo creo saber la respuesta—añade en tono misterioso.
- ¿Y… cuáles cree que fueron mis motivos?
- No fueron varios motivos, muchacho, fue uno sólo. Un motivo de hermosos ojos castaños y sonrisa que te llena el corazón—me dice con una sonrisa nostálgica. –Te fuiste por mi pequeña Ana, muchacho. Pero quiero saber el por qué.
Sus palabras me han enmudecido. Durante todo este tiempo yo he creído que había sido muy bueno ocultando mis sentimientos, pero por lo visto no lo suficiente, ya que Raimundo Ulloa parece haberme leído como un libro abierto.
- ¿De dónde saca esa idea, Raimundo?
- Puede que mis ojos estén ahora ciegos, pero hace cuatro años aún veían. También te conozco desde pequeño, Martín. Y conozco perfectamente a mi nieta. Os he visto crecer juntos y he visto cómo los años han cambiado los sentimientos en ambos.
- ¿Lo sabe alguien más?—pregunto en un susurro, casi temeroso de que mis palabras lleguen a oídos diferentes de los de Raimundo.
- No, muchacho. Aunque no me cabe ninguna duda de que tu madre sospecha algo. Pepa siempre ha sido muy intuitiva y aunque no hemos hablado directamente sobre el tema, yo sé que no puedes ocultarle nada a tu madre.
**continúa**
#894
19/10/2011 22:22
**continuación**
Reconozco la certeza de sus palabras. A mi cabeza llegan recuerdos de hace cuatro años, cuando comuniqué a mis padres que me iba de Puente Viejo y en mi memoria veo la mirada preocupada de mi madre, y también la comprensión de sus gestos. Ahora sé que mi madre no se creyó mis razones para irme, que ella sabía la verdad.
- Ahora, cuéntame por qué te fuiste de esa forma.
Por primera vez en años abro mi corazón a alguien y le cuento todo mis sentimientos reprimidos durante tanto tiempo. Le hablo sobre esa noche en la que Ana me entregó su corazón, y le explico por qué tuve que rechazarla y por qué sentí la necesidad de irme.
Termino y aguardo a que Raimundo hable. Él parece estar pensando en todas mi palabras, analizando y sopesando lo que le he dicho. Espero paciente a que hable, a escuchar sus sabias palabras.
- Parece que habéis heredado el maldito sino de vuestros padres con el amor—dice al cabo de un rato. –Y yo que esperaba que vosotros los jóvenes aprendieseis de los errores de vuestros viejos—añade con tristeza. –En fin, Martín, me parece muy honorable lo que hiciste hace cuatros años por mi pequeña, pero no lo comparto. Yo también le negué la verdad a la mujer de mi vida y la perdí para siempre.
- La abuela Francisca.
- Sí, mi Francisca… Mi niña… Mi amor—añade con sus ojos ciegos empañados por las lágrimas. –Por una mentira nos separamos y nunca volvimos a estar juntos. Ahora sólo espero que Don Anselmo haya estado siempre en lo cierto y exista un cielo en el que yo me pueda reunir con mi pequeña.
Palmeo cariñosamente su mano, intentando que sienta mi mudo apoyo mientras espero que Raimundo se recomponga.
- Sólo espero, Martín, que jamás tengas que arrepentirte de ese sacrificio.
- ¿Qué puedo hacer?—pregunto compartiendo mi impotencia.
- Si la amas… Si aún la amas como entonces, ve y díselo. Quizá no sea demasiado tarde.
- ¿Me está diciendo que vaya a Madrid a buscarla?
- ¿A qué tan lejos?—pregunta medio riendo. –No hace falta que vayas tan lejos.
- ¿Ana está aquí? ¿Está en Puente Viejo?
- Pos supuesto que sí, muchacho. Ella regresó hace unas semanas con su título de medicina bajo el brazo—dice con el pecho hinchándose de orgullo. –Ahora trabaja en el consultorio con tu tía Gregoria… Ella está allí ahora.
Siento como si mi corazón de parase en mi pecho. Ana está aquí, en Puente Viejo, a tan sólo unos pasos de mí. Miro hacia atrás, hacia la consulta del médico. A través de una ventana veo el débil titilar de la luz. Ana está allí.
************************
Está anocheciendo y algunos aldeanos comienzan a refugiarse del frío en sus casas. La consulta sigue ocupada. A través de la ventana veo la silueta de una mujer trajinando de un lado para otro. La luz no es suficiente, así que no puedo distinguir si se trata de Gregoria o de Ana. Y sin embargo, me agarro a las palabras de Raimundo y espero a que sea Ana quien esté ahí dentro.
La luz de la consulta se apaga, y yo retengo el aliento esperando a que ella salga. La puerta se abre y una silueta ocupa el vano de la puerta. Ella levanta la vista oteando la plaza y sé cuando sus ojos se topan con los míos. Su respiración se detiene en su pecho y la mano que sujeta su bolso empieza a temblar.
Ana está más hermosa que nunca. Mis recuerdos no hacen justicia a la bella mujer que permanece en lo alto de las escaleras. Cualquier resquicio de su infancia ha desaparecido, y ante mí se halla una Ana Castañeda mujer, preciosa, elegante. Su pelo castaño está recogido en un ligero moño en la nuca, y unos ondulados mechones enmarcan su rostro ovalado que ha perdido toda redondez de la niñez.
Lleva un bonito vestido verde, mucho más elegante de lo que jamás le he visto, que la hace aparentar más madura y marca una encantadora figura que antes había estado oculta bajo informes faldas. Pero siguen siendo sus ojos, sus magníficos ojos dorados los que me atraen y me atrapan.
Ana parece reaccionar al fin y empieza a bajar con porte regio las escaleras. Yo camino hacia ella con pasos indecisos, temiendo que sólo sea una ilusión y como tal se desvanezca ante mis ojos. Ella levanta la barbilla orgullosa, retadora, pero son sus manos las que delatan su nerviosismo.
- Buenas noches, Ana—saludo quitándome el sombrero y haciendo una leve inclinación con mi cabeza.
- Martín. No sabía que hubieras regresado—dice aparentando una frialdad que yo sé que no siente, lo que me da una ligera esperanza.
- Volví ayer. Pero hasta hoy mi familia no me ha permitido salir de casa—bromeo intentado eliminar la tensión que respiro entre ambos.
- Tendrían muchas ganas de verte y hablar contigo, supongo.
Ella comienza a andar y me rodea intentando poner distancia entre nosotros. Sin embargo, yo reacciono rápido y me coloco a su lado mientras ella comienza a cruzar la plaza.
- ¿Vas hacia casa?—Ana asiente en silencio. –Entonces permite que te acompañe a casa. Es tarde y ya ha oscurecido.
- No hace falta, de verdad. Te desviarás mucho de la casona.
- Siempre me han gustado los paseos nocturnos.
Ana parece acceder comprendiendo que yo no voy a rendirme fácilmente.
- Raimundo me ha contado que llegaste hace unas semanas a Puente Viejo—comienzo nuevamente a hablar intentando llenar el silencio entre nosotros. –Y que te han ido muy bien los estudios en Madrid… Sabía que no había nada que no consiguieras si te lo proponías.
- Gracias—contesta secamente.
- ¿Y piensas quedarte por Puente Viejo? ¿O vas a ejercer en otro pueblo?
- Tía Gregoria me ha ofrecido trabajar con ella en la consulta. Desde que ha prosperado tanto la región hay demasiado trabajo para un único médico. Además, tío Hipólito está trabajando porque se construya un hospital en la comarca.
- Eso tengo entendido—Ella me mira curiosa. –Aunque he estado en Inglaterra mis padres me han mantenido al tanto de lo que sucedía por aquí.
Otra vez el silencio se instala entre nosotros. Ana no está dispuesta a ponérmelo fácil, pero yo no he heredado para nada la cabezonería de mi madre.
- ¿Y qué tal por Madrid? ¿Te gustó la ciudad? A mí siempre me ha parecido una ciudad demasiado grande y ruidosa.
- Lo dice el hombre que ha estado viviendo en Londres—me acusa con el tono se marisabidilla de la antigua Ana. Mi Ana.
- No fue exactamente en Londres donde viví—replico con una sonrisa de satisfacción. –Estuve en Oxford trabajando con un antiguo profesor. Y te puedo asegurar que no es comparable con Londres. Pero de todas formas ningún sitio es Puente Viejo.
- Las estrellas son las mismas, pero en ningún sitio brillan como en Puente Viejo—decimos los dos casi al unísono.
Nos miramos a los ojos y una chispa parece prender entre nosotros. Ana se retira rápidamente intentando romper la conexión, pero el embrujo sigue allí entre ambos.
- ¿Vas...?—Ana titubea. --¿Vas a quedarte en Puente Viejo?
- Eso pretendo. Nunca he querido vivir en otro sitio que no fuera este.
- Pero te fuiste a Inglaterra.
- Sí. Y regresé.
Sé que hay una pregunta que pugna por salir de los labios de Ana. Ella se muestra más inquieta y juguetea con el asa de su maletín.
- Esta vez pretendo quedarme aquí para siempre. Quiero trabajar aquí, ayudar a conseguir que este pueblo crezca… Y crear mi propia familia.
Ana clava su mirada en el frente del camino. No puedo verla fácilmente en la penumbra, pero sé que sus mejillas están sonrojadas.
- ¿Y tú qué quieres, Ana? ¿Qué deseas?
- No lo sé—me responde incómoda.
- Seguro que tienes sueños y esperanzas, Ana. Algo habrá que desees, que sientas que necesitas.
- Ahora tengo todo lo que quiero. He vuelto a casa con una profesión que estoy ejerciendo y me llena. Y estoy rodeada de mi familia que me quiere con locura.
- Pero seguro que hay algo que tu corazón anhela.
**continúa**
Reconozco la certeza de sus palabras. A mi cabeza llegan recuerdos de hace cuatro años, cuando comuniqué a mis padres que me iba de Puente Viejo y en mi memoria veo la mirada preocupada de mi madre, y también la comprensión de sus gestos. Ahora sé que mi madre no se creyó mis razones para irme, que ella sabía la verdad.
- Ahora, cuéntame por qué te fuiste de esa forma.
Por primera vez en años abro mi corazón a alguien y le cuento todo mis sentimientos reprimidos durante tanto tiempo. Le hablo sobre esa noche en la que Ana me entregó su corazón, y le explico por qué tuve que rechazarla y por qué sentí la necesidad de irme.
Termino y aguardo a que Raimundo hable. Él parece estar pensando en todas mi palabras, analizando y sopesando lo que le he dicho. Espero paciente a que hable, a escuchar sus sabias palabras.
- Parece que habéis heredado el maldito sino de vuestros padres con el amor—dice al cabo de un rato. –Y yo que esperaba que vosotros los jóvenes aprendieseis de los errores de vuestros viejos—añade con tristeza. –En fin, Martín, me parece muy honorable lo que hiciste hace cuatros años por mi pequeña, pero no lo comparto. Yo también le negué la verdad a la mujer de mi vida y la perdí para siempre.
- La abuela Francisca.
- Sí, mi Francisca… Mi niña… Mi amor—añade con sus ojos ciegos empañados por las lágrimas. –Por una mentira nos separamos y nunca volvimos a estar juntos. Ahora sólo espero que Don Anselmo haya estado siempre en lo cierto y exista un cielo en el que yo me pueda reunir con mi pequeña.
Palmeo cariñosamente su mano, intentando que sienta mi mudo apoyo mientras espero que Raimundo se recomponga.
- Sólo espero, Martín, que jamás tengas que arrepentirte de ese sacrificio.
- ¿Qué puedo hacer?—pregunto compartiendo mi impotencia.
- Si la amas… Si aún la amas como entonces, ve y díselo. Quizá no sea demasiado tarde.
- ¿Me está diciendo que vaya a Madrid a buscarla?
- ¿A qué tan lejos?—pregunta medio riendo. –No hace falta que vayas tan lejos.
- ¿Ana está aquí? ¿Está en Puente Viejo?
- Pos supuesto que sí, muchacho. Ella regresó hace unas semanas con su título de medicina bajo el brazo—dice con el pecho hinchándose de orgullo. –Ahora trabaja en el consultorio con tu tía Gregoria… Ella está allí ahora.
Siento como si mi corazón de parase en mi pecho. Ana está aquí, en Puente Viejo, a tan sólo unos pasos de mí. Miro hacia atrás, hacia la consulta del médico. A través de una ventana veo el débil titilar de la luz. Ana está allí.
************************
Está anocheciendo y algunos aldeanos comienzan a refugiarse del frío en sus casas. La consulta sigue ocupada. A través de la ventana veo la silueta de una mujer trajinando de un lado para otro. La luz no es suficiente, así que no puedo distinguir si se trata de Gregoria o de Ana. Y sin embargo, me agarro a las palabras de Raimundo y espero a que sea Ana quien esté ahí dentro.
La luz de la consulta se apaga, y yo retengo el aliento esperando a que ella salga. La puerta se abre y una silueta ocupa el vano de la puerta. Ella levanta la vista oteando la plaza y sé cuando sus ojos se topan con los míos. Su respiración se detiene en su pecho y la mano que sujeta su bolso empieza a temblar.
Ana está más hermosa que nunca. Mis recuerdos no hacen justicia a la bella mujer que permanece en lo alto de las escaleras. Cualquier resquicio de su infancia ha desaparecido, y ante mí se halla una Ana Castañeda mujer, preciosa, elegante. Su pelo castaño está recogido en un ligero moño en la nuca, y unos ondulados mechones enmarcan su rostro ovalado que ha perdido toda redondez de la niñez.
Lleva un bonito vestido verde, mucho más elegante de lo que jamás le he visto, que la hace aparentar más madura y marca una encantadora figura que antes había estado oculta bajo informes faldas. Pero siguen siendo sus ojos, sus magníficos ojos dorados los que me atraen y me atrapan.
Ana parece reaccionar al fin y empieza a bajar con porte regio las escaleras. Yo camino hacia ella con pasos indecisos, temiendo que sólo sea una ilusión y como tal se desvanezca ante mis ojos. Ella levanta la barbilla orgullosa, retadora, pero son sus manos las que delatan su nerviosismo.
- Buenas noches, Ana—saludo quitándome el sombrero y haciendo una leve inclinación con mi cabeza.
- Martín. No sabía que hubieras regresado—dice aparentando una frialdad que yo sé que no siente, lo que me da una ligera esperanza.
- Volví ayer. Pero hasta hoy mi familia no me ha permitido salir de casa—bromeo intentado eliminar la tensión que respiro entre ambos.
- Tendrían muchas ganas de verte y hablar contigo, supongo.
Ella comienza a andar y me rodea intentando poner distancia entre nosotros. Sin embargo, yo reacciono rápido y me coloco a su lado mientras ella comienza a cruzar la plaza.
- ¿Vas hacia casa?—Ana asiente en silencio. –Entonces permite que te acompañe a casa. Es tarde y ya ha oscurecido.
- No hace falta, de verdad. Te desviarás mucho de la casona.
- Siempre me han gustado los paseos nocturnos.
Ana parece acceder comprendiendo que yo no voy a rendirme fácilmente.
- Raimundo me ha contado que llegaste hace unas semanas a Puente Viejo—comienzo nuevamente a hablar intentando llenar el silencio entre nosotros. –Y que te han ido muy bien los estudios en Madrid… Sabía que no había nada que no consiguieras si te lo proponías.
- Gracias—contesta secamente.
- ¿Y piensas quedarte por Puente Viejo? ¿O vas a ejercer en otro pueblo?
- Tía Gregoria me ha ofrecido trabajar con ella en la consulta. Desde que ha prosperado tanto la región hay demasiado trabajo para un único médico. Además, tío Hipólito está trabajando porque se construya un hospital en la comarca.
- Eso tengo entendido—Ella me mira curiosa. –Aunque he estado en Inglaterra mis padres me han mantenido al tanto de lo que sucedía por aquí.
Otra vez el silencio se instala entre nosotros. Ana no está dispuesta a ponérmelo fácil, pero yo no he heredado para nada la cabezonería de mi madre.
- ¿Y qué tal por Madrid? ¿Te gustó la ciudad? A mí siempre me ha parecido una ciudad demasiado grande y ruidosa.
- Lo dice el hombre que ha estado viviendo en Londres—me acusa con el tono se marisabidilla de la antigua Ana. Mi Ana.
- No fue exactamente en Londres donde viví—replico con una sonrisa de satisfacción. –Estuve en Oxford trabajando con un antiguo profesor. Y te puedo asegurar que no es comparable con Londres. Pero de todas formas ningún sitio es Puente Viejo.
- Las estrellas son las mismas, pero en ningún sitio brillan como en Puente Viejo—decimos los dos casi al unísono.
Nos miramos a los ojos y una chispa parece prender entre nosotros. Ana se retira rápidamente intentando romper la conexión, pero el embrujo sigue allí entre ambos.
- ¿Vas...?—Ana titubea. --¿Vas a quedarte en Puente Viejo?
- Eso pretendo. Nunca he querido vivir en otro sitio que no fuera este.
- Pero te fuiste a Inglaterra.
- Sí. Y regresé.
Sé que hay una pregunta que pugna por salir de los labios de Ana. Ella se muestra más inquieta y juguetea con el asa de su maletín.
- Esta vez pretendo quedarme aquí para siempre. Quiero trabajar aquí, ayudar a conseguir que este pueblo crezca… Y crear mi propia familia.
Ana clava su mirada en el frente del camino. No puedo verla fácilmente en la penumbra, pero sé que sus mejillas están sonrojadas.
- ¿Y tú qué quieres, Ana? ¿Qué deseas?
- No lo sé—me responde incómoda.
- Seguro que tienes sueños y esperanzas, Ana. Algo habrá que desees, que sientas que necesitas.
- Ahora tengo todo lo que quiero. He vuelto a casa con una profesión que estoy ejerciendo y me llena. Y estoy rodeada de mi familia que me quiere con locura.
- Pero seguro que hay algo que tu corazón anhela.
**continúa**
#895
19/10/2011 22:24
**continuación**
Sus pies quedan congelados en el suelo. Ana gira hacia mí y me mira con sus ojos brillantes.
- ¿Qué pretendes, Martín? ¿Qué quieres de mí?—exige saber. --¿Tanto me odias que disfrutas jugando conmigo?
- Yo no te odio, Ana.
- Pero tampoco me quieres.
- Te mentí.
Ella permanece en silencio, como si no hubiera escuchado mis palabras.
- Esa noche te mentí, Ana. Cuando tú me preguntaste si no te quería, te mentí—insisto e intento acercar mi mano hasta ella. Ana se aparta de mí como si quemara.
- ¿Por qué juegas conmigo, Martín?
- No estoy jugando contigo, Ana. Te amaba entonces y te sigo amando.
- ¿Y por eso destrozaste mi corazón esa noche? Yo te abrí mi corazón, te desvelé mis sentimientos y tú mentiste…Me destrozaste, Martín, destrozaste mi corazón.
- Perdóname, Ana, perdóname por todo el dolor que te hubiera podido causar. Lo que hice, lo hice por ti, para que pudieras convertirte en la mujer que te has convertido—le digo alargando mis manos sin llegar a tocarla.
Ella niega con su cabeza. No quiere creerme y yo no sé cómo conseguir que me perdone.
- ¿Quieres saber por qué me fui al extranjero, Ana?—le pregunto y espero a que ella me mire, pero sólo vuelve la cara, negándome. –Me fui porque me partía el alma seguir en Puente Viejo si tú no ibas a estar aquí. Porque nada tenía sentido sin ti, y me alejé para intentar mitigar el dolor que me atenazaba.
- Yo nunca te pedí que te sacrificaras por mí, Martín. Yo sólo quería tu amor entonces y me lo negaste. Ahora, te lo suplico, déjame sola.
Sus palabras me congelan, porque siento el dolor que mi rechazo le produjo y que aún le produce. Ana se aleja de mí y comienza a caminar hasta que sus pasos se convierten en zancadas.
- ¡Ana! ¡Espera!—grito a sus espaldas pero ella se niega a escucharme y sigue corriendo hasta su casa, dejándome solo y vacío.
**continuará**
Sus pies quedan congelados en el suelo. Ana gira hacia mí y me mira con sus ojos brillantes.
- ¿Qué pretendes, Martín? ¿Qué quieres de mí?—exige saber. --¿Tanto me odias que disfrutas jugando conmigo?
- Yo no te odio, Ana.
- Pero tampoco me quieres.
- Te mentí.
Ella permanece en silencio, como si no hubiera escuchado mis palabras.
- Esa noche te mentí, Ana. Cuando tú me preguntaste si no te quería, te mentí—insisto e intento acercar mi mano hasta ella. Ana se aparta de mí como si quemara.
- ¿Por qué juegas conmigo, Martín?
- No estoy jugando contigo, Ana. Te amaba entonces y te sigo amando.
- ¿Y por eso destrozaste mi corazón esa noche? Yo te abrí mi corazón, te desvelé mis sentimientos y tú mentiste…Me destrozaste, Martín, destrozaste mi corazón.
- Perdóname, Ana, perdóname por todo el dolor que te hubiera podido causar. Lo que hice, lo hice por ti, para que pudieras convertirte en la mujer que te has convertido—le digo alargando mis manos sin llegar a tocarla.
Ella niega con su cabeza. No quiere creerme y yo no sé cómo conseguir que me perdone.
- ¿Quieres saber por qué me fui al extranjero, Ana?—le pregunto y espero a que ella me mire, pero sólo vuelve la cara, negándome. –Me fui porque me partía el alma seguir en Puente Viejo si tú no ibas a estar aquí. Porque nada tenía sentido sin ti, y me alejé para intentar mitigar el dolor que me atenazaba.
- Yo nunca te pedí que te sacrificaras por mí, Martín. Yo sólo quería tu amor entonces y me lo negaste. Ahora, te lo suplico, déjame sola.
Sus palabras me congelan, porque siento el dolor que mi rechazo le produjo y que aún le produce. Ana se aleja de mí y comienza a caminar hasta que sus pasos se convierten en zancadas.
- ¡Ana! ¡Espera!—grito a sus espaldas pero ella se niega a escucharme y sigue corriendo hasta su casa, dejándome solo y vacío.
**continuará**
#896
19/10/2011 22:39
Aricia que bonita historia. Espero con ganas la continuación
#897
19/10/2011 22:56
Aricia y Pepa...seguir...
#898
19/10/2011 23:49
Aricia.... ME ENCANTAAAAAAAAAAAAAAA quiero más, quiero más!!! soy una ansia vivaaaa jajajaj
#899
20/10/2011 23:00
La historia de Ana y Martín. Continuación de la HIstoria de Ana Castañeda parte 3~~
No tengo fuerzas de entrar a casa. Las últimas palabras de Ana resuenan en mi cabeza. Ella no entiende mi sacrificio, y ahora yo mismo empiezo a dudar de él. Tal vez debería haberle confesado mis sentimientos y haber afrontados juntos sus años de estudios. Haberla esperado mientras ella se convertía en la mujer que es ahora.
La luz de la cocina está encendida y puedo a mi madre trastear entre los armarios para prepararse una de sus infusiones de hierbas. Aprovecho la oscuridad del patio para pasar desapercibido. Sin embargo, el asombroso sexto sentido de mi madre parece saltar y ella se gira hacia la ventana de la cocina, sus ojos negros escudriñando en la oscuridad hasta que sé con total certeza que ella sabe que estoy aquí fuera.
- Martín, hijo, ¿qué haces sólo en la oscuridad?—me pregunta apareciendo en el vano de la puerta. —Vas a coger frío… ¿Ocurre algo?—insiste al ver que yo sigo en silencio.
- No, madre, no se preocupe. Sólo estaba disfrutando de la noche.
- Martín, no te tuve nueve meses en mis entrañas para no saber cuándo me estás mintiendo. Algo está atormentando tus pensamientos.
- En verdad, madre, no ocurre nada.
Mi madre entrecierra sus ojos sin dar crédito a mis palabras. Se acerca a mí y sujeta mis manos entre las suyas animándome a hablar.
- Hijo, sabes que conmigo puedes hablar de lo que quieras.
- Lo sé. Pero en estos momentos no quiero hablar con nadie, madre.
- ¿Seguro?
Yo asiento con la cabeza, extrañado por la insistencia de mi madre. No es normal que ella insista tanto.
- Entonces será mejor que sea yo quien atienda a nuestra visita—dice con una sonrisa traviesa mirando por encima de mi hombro.
Me vuelvo intrigado por las palabras de mi madre. De pie y en penumbra, Ana me observa con timidez. Está medio despeinada, con el vestido ligeramente arrugado y la respiración entrecortada como si hubiera llegado hasta aquí corriendo.
Nos miramos como si nos viéramos por primera vez. Recorro su rostro buscando algún indicio, alguna pista de sus pensamientos. A mis espaldas, mi madre se retira prudentemente y nos deja a solas en la calma del jardín.
- ¡Ana! ¿Estás bien?—pregunto preocupado. -¿Ocurre algo?
Ella baja su rostro ocultándolo entre las sombras. Camino hacia ella lentamente, aún preocupado por su presencia en la casona. Antes se había alejado de mí, me había rogado que la dejara sola, y temo conocer que algo grave haya pasado para traerla de nuevo frente a mí.
- Ana—repito suavemente su nombre.
- No ocurre nada, Martín—contesta ella casi en un murmullo. –Yo…
Ana se interrumpe y gira el rostro avergonzada. Parece como si estuviera buscando el valor necesario para poder continuar.
- Yo tenía que volver a hablar contigo. Tengo que saber…
- ¿Qué quieres saber, Ana?—pregunto sintiendo mariposas en mi estómago. Puede que aún haya esperanza, pienso intentando contener mi entusiasmo.
- ¿Es cierto lo que me dijiste antes?
- ¿El qué, Ana?—Mi corazón late desbocado sin poder creer que esté sucediendo.
- Me dijiste que hace cuatro años me mentiste. Que entonces me querías—dice con la voz temblando levemente.
- Es cierto. —Quisiera volver a decirle que la amo, pero prefiero ir con pasos seguros y esperar a su siguiente pregunta.
-Pues sigo sin comprender por qué me lo ocultaste, Martín. Me hiciste mucho daño.
- Lo siento, lo siento mucho. Pero pensé que estaba haciendo lo mejor.
- ¿Lo mejor? ¿Clavándome un cuchillo en el corazón?
- Entiéndeme, Ana. En ese momento ante ti se abría un mundo de posibilidades y yo no quería que pudieras renunciar a ello por mí.
- ¿Tampoco confías en mí?—pregunta ofendida.
- No me fiaba de tu espíritu romántico. Te conocía y aún sigo creyendo que te conozco, sé que hubieras sido capaz de renunciar a todo por el amor. Y yo no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
Ana parece estar recapacitando sobre mis palabras. Lo veo en el cambio de sus expresiones. Frunce ligeramente sus finas cejas negras mientras se muerde nerviosamente el labio inferior. Entonces, levanta su mirada y me taladra con esos increíbles ojos dorados.
- También dijiste… Dijiste que aún me amabas.
- Sí, Ana, te amo—repito acercándome un poquito a ella. –Pero ahora lo importante es saber si aún me amas tú.
Espero y espero. Espero sus palabras.
El tiempo parece haberse detenido entre nosotros. Ana me mira, primero con indecisión, después con regocijo, antes de hacer la cosa más sorprendente, lo que menos hubiera esperado. Ana se lanza a mis brazos, me rodea el cuello con los suyos y me obliga a inclinar mi cabeza hacia ella para sorprenderme con un beso.
El contacto de sus labios, esos labios que me han atormentado en mis sueños, me paraliza durante una fracción de segundo. Reacciono, abarcando su cintura entre mis manos y apretándola contra mí mientras respondo con ansias su beso.
Ana sigue asombrándome con su atrevimiento. Siento como ella abre sus labios bajo la presión de los míos y aprovecho para morder su labio inferior que durante tanto tiempo me ha tentando. Ella gime, y ese sonido me devuelve la cordura. Estoy besando a Ana en el jardín de mi casa donde cualquiera puede vernos, pero aún no he oído lo que más me importa.
**continúa**
No tengo fuerzas de entrar a casa. Las últimas palabras de Ana resuenan en mi cabeza. Ella no entiende mi sacrificio, y ahora yo mismo empiezo a dudar de él. Tal vez debería haberle confesado mis sentimientos y haber afrontados juntos sus años de estudios. Haberla esperado mientras ella se convertía en la mujer que es ahora.
La luz de la cocina está encendida y puedo a mi madre trastear entre los armarios para prepararse una de sus infusiones de hierbas. Aprovecho la oscuridad del patio para pasar desapercibido. Sin embargo, el asombroso sexto sentido de mi madre parece saltar y ella se gira hacia la ventana de la cocina, sus ojos negros escudriñando en la oscuridad hasta que sé con total certeza que ella sabe que estoy aquí fuera.
- Martín, hijo, ¿qué haces sólo en la oscuridad?—me pregunta apareciendo en el vano de la puerta. —Vas a coger frío… ¿Ocurre algo?—insiste al ver que yo sigo en silencio.
- No, madre, no se preocupe. Sólo estaba disfrutando de la noche.
- Martín, no te tuve nueve meses en mis entrañas para no saber cuándo me estás mintiendo. Algo está atormentando tus pensamientos.
- En verdad, madre, no ocurre nada.
Mi madre entrecierra sus ojos sin dar crédito a mis palabras. Se acerca a mí y sujeta mis manos entre las suyas animándome a hablar.
- Hijo, sabes que conmigo puedes hablar de lo que quieras.
- Lo sé. Pero en estos momentos no quiero hablar con nadie, madre.
- ¿Seguro?
Yo asiento con la cabeza, extrañado por la insistencia de mi madre. No es normal que ella insista tanto.
- Entonces será mejor que sea yo quien atienda a nuestra visita—dice con una sonrisa traviesa mirando por encima de mi hombro.
Me vuelvo intrigado por las palabras de mi madre. De pie y en penumbra, Ana me observa con timidez. Está medio despeinada, con el vestido ligeramente arrugado y la respiración entrecortada como si hubiera llegado hasta aquí corriendo.
Nos miramos como si nos viéramos por primera vez. Recorro su rostro buscando algún indicio, alguna pista de sus pensamientos. A mis espaldas, mi madre se retira prudentemente y nos deja a solas en la calma del jardín.
- ¡Ana! ¿Estás bien?—pregunto preocupado. -¿Ocurre algo?
Ella baja su rostro ocultándolo entre las sombras. Camino hacia ella lentamente, aún preocupado por su presencia en la casona. Antes se había alejado de mí, me había rogado que la dejara sola, y temo conocer que algo grave haya pasado para traerla de nuevo frente a mí.
- Ana—repito suavemente su nombre.
- No ocurre nada, Martín—contesta ella casi en un murmullo. –Yo…
Ana se interrumpe y gira el rostro avergonzada. Parece como si estuviera buscando el valor necesario para poder continuar.
- Yo tenía que volver a hablar contigo. Tengo que saber…
- ¿Qué quieres saber, Ana?—pregunto sintiendo mariposas en mi estómago. Puede que aún haya esperanza, pienso intentando contener mi entusiasmo.
- ¿Es cierto lo que me dijiste antes?
- ¿El qué, Ana?—Mi corazón late desbocado sin poder creer que esté sucediendo.
- Me dijiste que hace cuatro años me mentiste. Que entonces me querías—dice con la voz temblando levemente.
- Es cierto. —Quisiera volver a decirle que la amo, pero prefiero ir con pasos seguros y esperar a su siguiente pregunta.
-Pues sigo sin comprender por qué me lo ocultaste, Martín. Me hiciste mucho daño.
- Lo siento, lo siento mucho. Pero pensé que estaba haciendo lo mejor.
- ¿Lo mejor? ¿Clavándome un cuchillo en el corazón?
- Entiéndeme, Ana. En ese momento ante ti se abría un mundo de posibilidades y yo no quería que pudieras renunciar a ello por mí.
- ¿Tampoco confías en mí?—pregunta ofendida.
- No me fiaba de tu espíritu romántico. Te conocía y aún sigo creyendo que te conozco, sé que hubieras sido capaz de renunciar a todo por el amor. Y yo no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
Ana parece estar recapacitando sobre mis palabras. Lo veo en el cambio de sus expresiones. Frunce ligeramente sus finas cejas negras mientras se muerde nerviosamente el labio inferior. Entonces, levanta su mirada y me taladra con esos increíbles ojos dorados.
- También dijiste… Dijiste que aún me amabas.
- Sí, Ana, te amo—repito acercándome un poquito a ella. –Pero ahora lo importante es saber si aún me amas tú.
Espero y espero. Espero sus palabras.
El tiempo parece haberse detenido entre nosotros. Ana me mira, primero con indecisión, después con regocijo, antes de hacer la cosa más sorprendente, lo que menos hubiera esperado. Ana se lanza a mis brazos, me rodea el cuello con los suyos y me obliga a inclinar mi cabeza hacia ella para sorprenderme con un beso.
El contacto de sus labios, esos labios que me han atormentado en mis sueños, me paraliza durante una fracción de segundo. Reacciono, abarcando su cintura entre mis manos y apretándola contra mí mientras respondo con ansias su beso.
Ana sigue asombrándome con su atrevimiento. Siento como ella abre sus labios bajo la presión de los míos y aprovecho para morder su labio inferior que durante tanto tiempo me ha tentando. Ella gime, y ese sonido me devuelve la cordura. Estoy besando a Ana en el jardín de mi casa donde cualquiera puede vernos, pero aún no he oído lo que más me importa.
**continúa**
#900
20/10/2011 23:02
**continuación**
- Ana. Ana—la llamo separándome con gran esfuerzo de sus labios. –Mi maravillosa Ana, aún no me has respondido.
- ¿El qué?—pregunta con mirada traviesa y una media sonrisa jugueteando en los labios.
- ¿Aún me amas?
- Más que a mi vida—y esta vez soy yo quien la besa con mi corazón lleno de alborozo. La cojo entre mis brazos y la hago girar mientras nuestros labios siguen unidos.
Parece como si no tuviéramos suficiente el uno del otro. Nuestras manos se buscan en la oscuridad. Nuestros labios se funden en un profundo beso que nos deja a los dos sin aliento. Ana acaricia mi nuca y deja sus manos resbalar hasta el cuello abierto de mi camisa donde queda expuesta mi piel. Sus manos están heladas, pero no es el frío de su contacto el que me hace estremecer. En un alarde de atrevimiento, Ana me está abriendo el siguiente botón de la camisa.
- Ana, mi amor—digo contra sus labios, no sin gran esfuerzo. –Será mejor que te detengas. Estamos a la vista de cualquiera que entre o salga de la casona.
- Entonces llévame a otro lugar—implora con los labios aún húmedos por mis besos. –Podemos ir al viejo chozo junto al río.
Me entran ganas de reír ante su ímpetu, pero me abstengo para no ofenderla. Sería tan fácil caer en la tentación de ir al viejo chozo con Ana.
- Es tarde, amor. Tus padres deben de estar muertos de preocupación.
- Mis padres no me esperan en casa. Les dejé un mensaje con José de que volvía a la consulta, que tenía trabajo que hacer y que me quedaría a dormir allí… No sería la primera vez que lo hiciera—sonríe con picardía.
- No me tientes, Ana. Sólo soy un hombre—le ruego en un alarde de caballerosidad. –Un hombre que te ha amado durante mucho tiempo.
- Y yo también te he amado a ti durante mucho tiempo. Y por eso no quiero perder más tiempo, Martín. Quiero estar contigo.
Soy incapaz de resistirme a su ruego. Todo mi ser arde por estar con ella y soy incapaz de escuchar esa vocecilla interior que murmura que espere.
Cojo las manos de Ana entre las mías y las llevo hasta mi boca para besarlas. Ella me mira expectante, esperando que hable.
- Ven, mi amor. Vamos a mi cuarto—le digo echando a andar y arrastrando a Ana conmigo.
- ¿Tu cuarto? Pero Martín, tus padres pueden vernos. Tus hermanas. Tía Pepa me ha visto venir esta noche aquí.
- No te preocupes, amor, nadie va a descubrirnos. ¿Recuerdas el viejo pasadizo que te enseñé de niños?—Ella asiente nerviosa. –Entraremos por ahí. Nadie nos verá, te lo prometo.
Mis palabras, o las ganas de estar juntos, terminan por convencer a Ana. Cogidos de la mano caminamos hasta el viejo pasadizo que nos llevará dentro de la casa sin ser vistos hasta mi habitación. Entramos sigilosos y cierro la puerta con cuidado tras de mí.
Ana parece nerviosa, indecisa, mientras espera en medio de la habitación que vuelva a su lado. Le sonrío y ella me devuelve la sonrisa y es entonces cuando desaparecen todos sus miedos, pues Ana lleva sus manos hasta sus cabellos y comienza a liberar los ondulados mechones de su recogido.
Hipnotizado por sus lentos movimientos, me dirijo hasta ella y tomo entre mis manos su precioso rostro para volver a besarla desatando el torbellino de emociones atrapado en mi interior.
- Te amo—le digo antes de coger aliento para volver a besarla.
- Te amo—contesta ella y esas son las últimas palabras que pronunciamos, porque entonces dejamos que nuestras manos, nuestros labios, nuestras caricias y nuestra pasión hable por nosotros dos.
*********
Al día siguiente me levanto más tarde de lo habitual. Esa noche apenas he dormido mientras descubría la pasión en brazos de la mujer que amo. Cuando no hemos estado besándonos y, acariciándonos, hemos estado hablando de este tiempo en el que hemos estado lejos el uno del otro, compartiendo nuestros recuerdos.
Una hora antes de despuntar el alba, he ayudado a Ana a salir de la casona y la he acompañado hasta la consulta, donde entre besos nos hemos despedido hasta la tarde.
A penas he conseguido dormir un par de horas cuando me he levantado, pero me siento lleno de energías, con fuerzas renovadas, y capaz de afrontar cualquier cosa que se ponga en mi camino. Sólo hace unas horas que he dejado a Ana y ya me muero por volver a estar con ella.
En el salón ya no hay nadie, así que me escabullo a la cocina para desayunar y no ser más molestia para el personal de la casa. No espero tropezarme con nadie de mi familia, y aun así me encuentro a mi madre organizando la pequeña despensa de hierbas.
- Buenos días, Martín—dice sin quitar la mirada de los menesteres que la están ocupando. –Hoy has dormido hasta tarde.
- Sí. Esta noche me ha sido difícil conciliar el sueño—miento buscando una taza en la alacena.
- Aún con todo, espero que Ana y tú hayáis podido dormir algo.
Me quedo congelado en mi sitio. Mi madre sigue llenando saquillos de hierbas y flores y colocándolos es su pequeño dispensario.
- Yo…
- No hace falta que digas nada, Martín. Sois jóvenes—me dice y añade girándose hacia mí-, y cualquiera que os vea juntos puede ver que estáis enamorados.
- Vamos a casarnos—comento solemne en un vano intento por defender mi honor y el de Ana.
- Menos mal. Porque si Alfonso Castañeda se entera que estás durmiendo con su hija, no habrá rincón en Puente Viejo en el que puedas esconderte—bromea con una sonrisa de oreja a oreja. –Ven aquí, mi niño.
Mi madre me abraza y besa mi mejilla.
- Me alegro mucho por los dos. Y me alegro de que hayáis sido capaces de abrir los ojos por vosotros mismos. No sabes lo difícil que ha sido para mí no intervenir durante todos estos años… Tu padre me lo tenía prohibido.
La sonrisa en sus ojos es contagiosa. Y sé que la mía no se queda atrás. No puedo ni quiero evitarlo. Soy feliz y quiero hacer partícipe al resto del mundo de mi felicidad.
He vuelto a mi hogar, el lugar donde están mis raíces, el lugar donde está la mujer de mi vida y con la que voy a casarme.
Hoy, después de cuatro largos años, vuelvo a ser feliz.
...
- Ana. Ana—la llamo separándome con gran esfuerzo de sus labios. –Mi maravillosa Ana, aún no me has respondido.
- ¿El qué?—pregunta con mirada traviesa y una media sonrisa jugueteando en los labios.
- ¿Aún me amas?
- Más que a mi vida—y esta vez soy yo quien la besa con mi corazón lleno de alborozo. La cojo entre mis brazos y la hago girar mientras nuestros labios siguen unidos.
Parece como si no tuviéramos suficiente el uno del otro. Nuestras manos se buscan en la oscuridad. Nuestros labios se funden en un profundo beso que nos deja a los dos sin aliento. Ana acaricia mi nuca y deja sus manos resbalar hasta el cuello abierto de mi camisa donde queda expuesta mi piel. Sus manos están heladas, pero no es el frío de su contacto el que me hace estremecer. En un alarde de atrevimiento, Ana me está abriendo el siguiente botón de la camisa.
- Ana, mi amor—digo contra sus labios, no sin gran esfuerzo. –Será mejor que te detengas. Estamos a la vista de cualquiera que entre o salga de la casona.
- Entonces llévame a otro lugar—implora con los labios aún húmedos por mis besos. –Podemos ir al viejo chozo junto al río.
Me entran ganas de reír ante su ímpetu, pero me abstengo para no ofenderla. Sería tan fácil caer en la tentación de ir al viejo chozo con Ana.
- Es tarde, amor. Tus padres deben de estar muertos de preocupación.
- Mis padres no me esperan en casa. Les dejé un mensaje con José de que volvía a la consulta, que tenía trabajo que hacer y que me quedaría a dormir allí… No sería la primera vez que lo hiciera—sonríe con picardía.
- No me tientes, Ana. Sólo soy un hombre—le ruego en un alarde de caballerosidad. –Un hombre que te ha amado durante mucho tiempo.
- Y yo también te he amado a ti durante mucho tiempo. Y por eso no quiero perder más tiempo, Martín. Quiero estar contigo.
Soy incapaz de resistirme a su ruego. Todo mi ser arde por estar con ella y soy incapaz de escuchar esa vocecilla interior que murmura que espere.
Cojo las manos de Ana entre las mías y las llevo hasta mi boca para besarlas. Ella me mira expectante, esperando que hable.
- Ven, mi amor. Vamos a mi cuarto—le digo echando a andar y arrastrando a Ana conmigo.
- ¿Tu cuarto? Pero Martín, tus padres pueden vernos. Tus hermanas. Tía Pepa me ha visto venir esta noche aquí.
- No te preocupes, amor, nadie va a descubrirnos. ¿Recuerdas el viejo pasadizo que te enseñé de niños?—Ella asiente nerviosa. –Entraremos por ahí. Nadie nos verá, te lo prometo.
Mis palabras, o las ganas de estar juntos, terminan por convencer a Ana. Cogidos de la mano caminamos hasta el viejo pasadizo que nos llevará dentro de la casa sin ser vistos hasta mi habitación. Entramos sigilosos y cierro la puerta con cuidado tras de mí.
Ana parece nerviosa, indecisa, mientras espera en medio de la habitación que vuelva a su lado. Le sonrío y ella me devuelve la sonrisa y es entonces cuando desaparecen todos sus miedos, pues Ana lleva sus manos hasta sus cabellos y comienza a liberar los ondulados mechones de su recogido.
Hipnotizado por sus lentos movimientos, me dirijo hasta ella y tomo entre mis manos su precioso rostro para volver a besarla desatando el torbellino de emociones atrapado en mi interior.
- Te amo—le digo antes de coger aliento para volver a besarla.
- Te amo—contesta ella y esas son las últimas palabras que pronunciamos, porque entonces dejamos que nuestras manos, nuestros labios, nuestras caricias y nuestra pasión hable por nosotros dos.
*********
Al día siguiente me levanto más tarde de lo habitual. Esa noche apenas he dormido mientras descubría la pasión en brazos de la mujer que amo. Cuando no hemos estado besándonos y, acariciándonos, hemos estado hablando de este tiempo en el que hemos estado lejos el uno del otro, compartiendo nuestros recuerdos.
Una hora antes de despuntar el alba, he ayudado a Ana a salir de la casona y la he acompañado hasta la consulta, donde entre besos nos hemos despedido hasta la tarde.
A penas he conseguido dormir un par de horas cuando me he levantado, pero me siento lleno de energías, con fuerzas renovadas, y capaz de afrontar cualquier cosa que se ponga en mi camino. Sólo hace unas horas que he dejado a Ana y ya me muero por volver a estar con ella.
En el salón ya no hay nadie, así que me escabullo a la cocina para desayunar y no ser más molestia para el personal de la casa. No espero tropezarme con nadie de mi familia, y aun así me encuentro a mi madre organizando la pequeña despensa de hierbas.
- Buenos días, Martín—dice sin quitar la mirada de los menesteres que la están ocupando. –Hoy has dormido hasta tarde.
- Sí. Esta noche me ha sido difícil conciliar el sueño—miento buscando una taza en la alacena.
- Aún con todo, espero que Ana y tú hayáis podido dormir algo.
Me quedo congelado en mi sitio. Mi madre sigue llenando saquillos de hierbas y flores y colocándolos es su pequeño dispensario.
- Yo…
- No hace falta que digas nada, Martín. Sois jóvenes—me dice y añade girándose hacia mí-, y cualquiera que os vea juntos puede ver que estáis enamorados.
- Vamos a casarnos—comento solemne en un vano intento por defender mi honor y el de Ana.
- Menos mal. Porque si Alfonso Castañeda se entera que estás durmiendo con su hija, no habrá rincón en Puente Viejo en el que puedas esconderte—bromea con una sonrisa de oreja a oreja. –Ven aquí, mi niño.
Mi madre me abraza y besa mi mejilla.
- Me alegro mucho por los dos. Y me alegro de que hayáis sido capaces de abrir los ojos por vosotros mismos. No sabes lo difícil que ha sido para mí no intervenir durante todos estos años… Tu padre me lo tenía prohibido.
La sonrisa en sus ojos es contagiosa. Y sé que la mía no se queda atrás. No puedo ni quiero evitarlo. Soy feliz y quiero hacer partícipe al resto del mundo de mi felicidad.
He vuelto a mi hogar, el lugar donde están mis raíces, el lugar donde está la mujer de mi vida y con la que voy a casarme.
Hoy, después de cuatro largos años, vuelvo a ser feliz.
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