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Confía en mí

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#0
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
05/06/2012 21:17
¡Hola, Aguiluchas!

Vuelvo a colgar este mensaje, porque no sé qué ha pasado. Se ha perdido en el ciberespacio... Je,je,je... Bueno, os decía en el anterior que estoy escribiendo esta historia de Gonzalo y Margarita, que he titulado Confía en mí. Una frase que el Amo dice habitualmente. Al principio pensé en centrarme sólo en el CR, pero después me he picado y como le dije a Mar, iré introduciendo personajes para dar más intensidad a la trama. ¡Jó parezco una guionista de la serie! Je,je,je... Iré colgándola poco a poco. Espero que os guste y que disfrutéis tanto como yo al escribirla. Me he basado en algunas imágenes que nos pusieron de la ansiada 5ª temporada, pero el resto es todo, todito de mi imaginación. A ver si los lionistas se pasan por aquí y cogen algunas ideas... Je,je,je. Bueno, allá va... Besitos y con Dios. MJ.

Ya sé lo que pasó. Hay mucho texto y no lo podía colgar... Bueno, aquí os dejo las primeras líneas. Besitos a tod@s. MJ.
#261
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:35
¡Hola, Kaley!

¿Qué tal las vacaciones, cielo? Me alegro que te haya gustado lo que estaba publicado en el foro. Ahora voy a seguir. Así que atenta... Je,je,je,je. Besitossssssssssssssss... Muakkk. MJ.
#262
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:37
CONFÍA EN MÍ

Lucrecia se hallaba en su alcoba cuando Catalina le dijo que el cardenal Mendoza había llegado al palacio. Se vistió rápidamente y se presentó en el salón. Allí Irene hablaba con su tío y con una bella desconocida. Se quedó junto al quicial de la puerta, escuchándoles.
-Entonces… ¿Me dejarás, tío, esos libros que me interesan?
-Sí, Irene. Puedes ir a por ellos cuando gustes.
-Gracias, tío. –Irene besó a Francisco de Mendoza con cariño-. Te agradezco también que hayas convencido a mi esposo para que yo pueda asistir a los pacientes del hospital de Juan de Calatrava.
-Tienes un corazón caritativo, hija mía. Además, la Santa Madre Iglesia nos exige que favorezcamos a los afligidos y a los enfermos. El Comisario lo ha entendido perfectamente, Irene.
Beatriz les observaba con disimulado interés, luego sus ojos se fijaron en la figura que les contemplaba desde la entrada de la estancia. La marquesa sonrió e irrumpió en la sala con un maravilloso traje de color negro con orlas doradas en el corpiño-corsé y las mangas abullonadas.
-Eminencia… -La marquesa de Santillana besó el anillo cardenalicio tras hacer una genuflexión-. ¿A qué debo vuestra honorable visita?
-Querida Lucrecia… Os quiero pedir un favor…
Ella arqueó las cejas con expectación. Mendoza asió el brazo derecho de la desconocida.
-Os presento a Beatriz de Lancaster, duquesa de Cornwall. Me gustaría que la alojarais en vuestro palacio.
El rostro de la marquesa se iluminó al oír el aristocrático título inglés y la posterior petición del cardenal.
-Milady… Para mi hijo y para mí será un honor que usted se hospede en nuestro palacio. –Le sonrió y Beatriz le devolvió la sonrisa. Lucrecia prosiguió-. Me sorprende comprobar lo joven y hermosa que sois.
-Gracias, marquesa. Mi abuela era poseedora de dicho título, pero hace un año que me lo cedió a mí.
-Habláis muy bien mi idioma.
-Sí. Mi padre era español.
Mendoza habló en ese instante:
-Beatriz es mi ahijada, Lucrecia. -Su sobrina y la marquesa les miraron sorprendidas-. Su padre y yo éramos amigos en la juventud y ahora que ha fallecido… -El cardenal suspiró, aparentemente, apenado-. En su testamento dispuso que Beatriz tenía que desposarse con un noble español. Rápidamente pensé en ti, Lucrecia, sé que eres la persona adecuada para aconsejarla…
Lucrecia pestañeó, vanidosa.
-¡Por supuesto! –exclamó, asiéndola por un brazo-. Yo conozco muy bien a los nobles de la corte y a sus hijos… -Irene se mordió el labio inferior y Mendoza carraspeó-. Os ayudaré a elegir el esposo apropiado, duquesa.
-Os lo agradezco, marquesa –le respondió Beatriz de Villamediana con gesto complacido.
-Lucrecia…
-Está bien, Lucrecia. También yo te pido que me llames Beatriz. Creo que debemos dejar la formalidad para ocasiones especiales, ¿qué opinas?
La marquesa de Santillana asintió.
-Me parece estupendo, querida. Creo que vamos a ser muy buenas amigas.
-No lo dudo, Lucrecia.
Irene las contempló y sintió que un escalofrío recorría su espalda.
#263
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:38
Anabel Sánchez caminaba por uno de los corredores del Real Alcázar. Vestía el sobrio uniforme de palacio: una falda y corpiño de cordeles de color negro y una camisola de lino blanca. El cabello ahora lo llevaba recogido en una redecilla, pues esa era una de las normas que las criadas debían cumplir estrictamente en aquel lugar. Servir a mademoiselle Gaudet era agradable, ya que la dama era comprensiva y muy cariñosa con ella; sin embargo, la corte con sus maquinaciones e hipocresías la asfixiaba. En aquellos meses que habían transcurrido desde que abandonó la hacienda del duque de Villalba, Anabel había madurado y descubierto que su belleza era una maldición, ya que a duras penas podía controlar a los hombres que la acosaban, y a las mujeres que la miraban lascivamente y que le solicitaban favores que en un principio ella no entendió. En el convento había sido feliz. Su madrina y las hermanas de la congregación siempre la habían protegido, luego en la hacienda de don Luis se había sentido libre y dispuesta a crecer como mujer, pero ahora… Sus ojos estaban tristes, había adelgazado y dos manchas purpúreas se habían instalado permanentemente debajo de sus ojos. Pensó hablar con mademoiselle, pero ella estaba tan ocupada con su trabajo que desistió. No obstante, algo tenía que hacer, no podía seguir así… Anabel suspiró, meditabunda.
-Querida niña… ¡Qué gusto hallaros!
Tembló al oír la voz de uno de sus acosadores. El cardenal Mendoza la miró con el deseo inflamando sus pupilas. La joven palideció.
-Parecéis enferma… ¿Os ocurre algo, Anabel?
-No. Si me disculpáis tengo que…
Francisco de Mendoza y Balboa asió el brazo izquierdo de la muchacha y le sonrió, lujurioso.
-No os vayáis tan rápido, Anabel…
-Mademoiselle Gaudet me espera en…
-A ella no le importará que converséis conmigo… -Su mano acarició la mejilla derecha y luego se detuvo en la boca femenina. Mendoza prosiguió-. Sois un deleite para los sentidos… Si te convirtieras en mi protegida, Anabel, yo podría…
La criada buscó la forma de escapar, pero Mendoza no la dejó. El cardenal disfrutaba con aquel juego sicalíptico que ella rechazaba constantemente.
-Por favor, eminencia… -Le suplicó, nerviosa.
-Eres tan bella… -le dijo tuteándola-. Me recuerdas a una joven a la que amé en el pasado, pero tú eres más inocente… –Posó sus repulsivas manos en el busto femenino-. ¿Conoces varón, Anabel? –le preguntó, rijoso.
Ella no pudo contestarle porque de pronto la sebosa anatomía del cardenal se pegó a la suya y su espalda pareció incrustarse en la pared.
#264
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:39
-¡No, dejadme! Os lo suplico… -Sollozó.
Anabel ansió zafarse de aquellas garras que la aprisionaban, pero no pudo. El cardenal la inmovilizó con su fuerza y después acarició impunemente el cuerpo de la joven. Ella gimió, asustada. Mendoza, excitado, desató los cordones del corpiño e intentó besar los carnosos labios.
-¡Cardenal!
La voz de Hernán Mejías retumbó en aquel quejumbroso y solitario pasillo. No sabía el por qué, pero algo le impulsó a detener al tío de Irene. Mendoza se giró mientras Anabel lloraba con la camisola entreabierta y sus palpitantes senos casi al descubierto. El cardenal miró a su sobrino político con los ojos inyectados en sangre.
-¿Qué queréis, Comisario?
-El rey os espera en el salón de recepciones.
Anabel se escapó de la cárcel que representaban aquellos brazos y echó a correr. Al pasar junto a Hernán Mejías sus azules pupilas le miraron con agradecimiento. Él asintió. La joven giró la esquina y sus pasos se oyeron ya lejanos.
-¿Cómo os habéis atrevido a interrumpirme? –le gritó, enojado.
El Comisario no se inmutó.
-¿Queréis, eminencia, hacer esperar a su majestad? Él os ha llamado varias veces y el secretario os estaba buscando… Menos mal que yo os encontré antes.
Mendoza resolló varias veces y luego se compuso la sotana y la capa. Hernán le observó, impasible, aunque en su interior una especie de tormenta bullía sin comprender a qué era debido.
#265
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:39
Anabel se tropezó con mademoiselle en una de las galerías, antes de llegar a sus habitaciones. La muchacha estaba despeinada y con las ropas desarregladas. Laura se asustó al verla.
-¿Qué te ha ocurrido, Anabel?
-Mademoiselle… -Fue lo único que pudo decir. Las lágrimas le impidieron hablar.
Laura de Montignac la abrazó con gesto maternal.
-Ana…
-Ese hombre me tocó, mademoiselle, me quiso… -No pudo continuar.
-¿Quién?
En ese instante, Laura vio a Hernán, que se disponía a marcharse del Real Alcázar. Se miraron. El labio inferior de la dama tembló al pensar que su hijo había intentando… Cerró unos segundos los párpados y un gemido escapó de su garganta. Al abrirlos nuevamente se dio cuenta de que Anabel sonreía a Hernán Mejías. El Comisario las saludó con un ligero movimiento de su cabeza. A continuación, se puso su sombrero y desapareció de sus vistas.
-Tenéis razón, mademoiselle. El Comisario no es tan malvado… Él impidió que ese hombre tan…
-Cálmate, hija. Ven, vamos a mis aposentos. Allí hablaremos con más tranquilidad.
La muchacha asintió. Irrumpieron en la alcoba de la institutriz. Ella le ofreció agua y Anabel se recompuso la ropa y después le contó lo sucedido. Los ojos de Laura se endurecieron.
-El poder da alas a los miserables… Pero yo no voy a permitir que el cardenal Mendoza te haga daño, Anabel. Siento no haberme dado cuenta de lo mal que lo estabas pasando en palacio. Estás pálida y has adelgazado… -Le rozó con ternura las mejillas-. Vamos a hacer una cosa… -Le sonrió-. Mañana te irás al convento donde te criaste.
-Pero, mademoiselle, yo estoy muy a gusto a su lado y…
-Lo sé, pequeña. Y yo también contigo; sin embargo, ahora mismo estás en peligro y necesitas hacerte invisible durante un tiempo. En el convento, Mendoza, no te buscará.
-¿Y si regreso a la hacienda de don Luis?
Laura negó con un gesto de su cabeza.
-Ese será el primer lugar al que irá a buscarte. No te preocupes… -Le besó con dulzura la frente-. Le explicaré a Luis lo acontecido y él nos ayudará. Te lo prometo, Anabel. No voy a consentir que ese hombre te haga daño. A ti, no.
La joven parpadeó extrañada por sus palabras. Anabel volvió a hablar:
-Dijo que yo le recordaba a una joven a la que había amado en el pasado…
-¿Qué tú le recordabas a quién? –le interrogó asombrada.
-No me dijo el nombre de esa mujer, pero yo sentí tanto miedo, Mademoiselle.
Un escalofrío recorrió la espalda de Laura. Ahora ya no le quedaban dudas de que Jonás López y Francisco de Mendoza y Balboa eran la misma persona. Abrazó a Anabel. “¿Por qué le había hecho aquel comentario a la joven?”, se preguntó sin obtener la respuesta ansiada. Cuando Anabel se separó de ella la miró con detenimiento. Sus azulados ojos eran tan parecidos a los de Regina de Montignac, su madre, y sus labios… Su corazón latió más deprisa.
-¿Qué edad tienes, Anabel?
-Pasado mañana cumplo diecinueve años, mademoiselle.
“¡Diecinueve años!”, susurró sorprendida. Esa sería la edad que tendría Ana, su hija. “¿Sería posible que Agustín la hubiese dejado en aquel convento?”, se preguntó. El primer nombre era… ¿Y si…? Las dudas asomaron por el resquicio de su memoria. Recordó el nacimiento de su pequeña y después el momento en el que Agustín se la llevó… Anabel la miró sin comprender su mutismo. Laura suspiró. Luego sonrió a la joven y le habló:
-No te preocupes, hija. Ya verás como todo se soluciona.
La criada la abrazó nuevamente y Laura sintió que sus palabras la sosegaban. Le diría a Luis que investigara sobre el origen de Anabel Sánchez.
#266
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:40
El rostro de Felipe IV expresaba un enfado manifiesto cuando Francisco de Mendoza y Balboa entró en el salón de recepciones. El cardenal hizo una reverencia y luego habló:
-Majestad… Disculpadme, pero…
El rey Planeta se levantó de su trono y gritó:
-¿Cómo os habéis atrevido a enviarme esta carta? –Tiró la misiva a los pies de Mendoza que, sorprendido, miró primero al monarca y luego el arrugado papel.
Felipe siguió hablando:
-Sé que por conseguir vuestro ansiado papado sois capaz de hacer cualquier cosa, pero esto… -Señaló la nota-. ¡Revivir a los muertos es indigno! ¡Sólo un miserable tienta a la suerte y vos lo habéis hecho durante demasiados años…! Pero ya no os voy a permitir este juego nunca más. ¿Me oís, Mendoza? ¡Nunca más!
El cardenal parpadeó con aparente inmutabilidad; sin embargo, al leer la frase que estaba escrita en la hoja, sus nervios de acero se crisparon. La respiración se le aceleró y hasta tuvo que apoyarse en el respaldo de una silla para no caer al suelo. El monarca español frunció el ceño al ver cómo Mendoza palidecía.
-Yo no he sido… ¡Os lo juro, majestad! –Consiguió decir después de recuperarse del vahído.
No podía contarle que él también había recibido una nota parecida, pues entonces se descubriría su origen y sus sueños se esfumarían igual que el humo huye por el tiro de las chimeneas, ni tampoco podía decirle que sus sospechas habían provocado la muerte de los franciscanos. El rey sabría que él había sido el causante de aquella vileza.
-¿Qué no habéis sido vos? Entonces… ¿Quién ha osado enviar esa misiva al rey de las Españas? ¿Quién?
-El fraile… -musitó el cardenal intentando encontrar un razonamiento coherente.
-¿Agustín? ¡Agustín de Yeste murió! Además, él no era un traidor como vos.
Mendoza le miró desafiante.
-¿Estáis seguro, majestad?
El rey parpadeó y luego le preguntó:
-¿Qué queréis insinuar, eminencia?
-Ya os dije en una ocasión que Agustín os podía haber engañado con las muertes de Laura de Montignac y con las de vuestros hijos varones… Él pertenecía a esa oscura hermandad de la Magdalena, ¿lo recordáis? Si se supiera la verdad, majestad, la Iglesia y la monarquía desaparecerían… El pueblo asumiría el poder que vos y yo ahora ostentamos… ¿Queréis que ocurra eso?
Felipe IV tembló y negó con un gesto de su cabeza. Mendoza se dio cuenta de que volvía a tener el control de la situación y prosiguió:
-Además, Laura de Montignac, vuestra esposa francesa… -El rey le miró con recelo-, ¿no regresó de su tumba y os volvió a dar una hija? Si sucedió eso hace diecinueve años… ¿Quién no nos dice que ella pudiera seguir con vida y dispuesta a atormentaros por todo lo que le hicisteis?
-No, eso no es posible. Ella murió en el parto. Yo la vi… Agustín y otro monje la enterraron en el bosque…
Mendoza arqueó las cejas, sorprendido por la revelación.
-¿La enterraron…?
Felipe IV se llevó las manos al rostro y comenzó a sollozar. Su mente retrocedió hasta aquel triste día…
#267
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
13/09/2012 17:41
“Agustín le esperaba en el lugar señalado en la carta que había recibido en la madrugada. El semblante del rey expresaba el dolor que sentía porque a pesar de todo lo que había sucedido entre Laura y él, aún la seguía amando.
-¿Dónde está? –le preguntó al fiel franciscano.
-En la cueva…
El monarca español entró en la húmeda gruta donde Laura había hallado la muerte. Lloró al verla dentro de la caja de madera. Ella vestía una sencilla y tosca saya de color marrón. Sus manos reposaban en el regazo y entrelazados entres sus dedos se hallaban un rosario y un escapulario de la orden de San Francisco de Asís. Felipe besó las macilentas mejillas, sus fríos labios y acarició los hermosos cabellos oscuros.
-Una reina amortajada como una campesina… -musitó con la voz compungida.
-Es lo único que hallé, majestad…
El rey le miró y le preguntó:
-¿Y la criatura?
El otro monje se encontraba junto a una cajita más pequeña.
-Simón acaba de cerrarla con clavos, pero si queréis…
-No. Dejadlo así, Agustín.
El monje asintió.
-Os dejaremos a solas unos minutos, majestad. Pero antes de que amanezca debemos enterrarlas.
-Lo sé, Agustín. Quiero despedirme de Laura y de mi hija… -Le miró con los ojos brillantes-. Gracias…
El religioso movió su cabeza. Hizo una señal al mudo y ambos abandonaron la caverna. El horizonte comenzaba a clarearse cuando Agustín y Simón introdujeron las dos cajas en el enorme hoyo que habían cavado. El bosque se desperezó, trayendo consigo el despertar de la naturaleza. Los pájaros comenzaron a gorjear, el río bramó llamando a los peces, los insectos zumbaron alrededor de los tres hombres que rezaron una última oración. Felipe IV vio cómo la tierra sepultaba todos sus sueños, al único amor que había conocido en su vida, al que él había traicionado vilmente, a la hija que nunca vería aquel amanecer… La culpabilidad se adentró en su mirada y se adhirió a sus retinas. El soberano de las Españas jamás podría deshacerse de ese insoportable dolor, lo sabía. Los monjes terminaron. Agustín se acercó hasta su señor y le habló:
-Es hora de que olvidéis todo esto, majestad. Laura ya es el pasado.
-¿Y mis hijos?
-Están bien, majestad. Yo estaré pendiente de ellos y os iré contando sus progresos…
Felipe asintió.
-Gracias, Agustín. No olvidaré nunca lo que habéis y estáis haciendo por mi familia.
Agustín de Yeste movió su cabeza y luego acompañó al monarca hasta el lugar donde pastaba su corcel. Le vio partir. Un suspiro escapó de su garganta. Oyó de nuevo el canto del ruiseñor y echó a correr. Simón ahondaba su pala en el mismo sitio del enterramiento. Agustín le imitó. Minutos después, con las respiraciones entrecortadas, desclavaban la cubierta de la caja grande. En ese instante, Laura abrió los ojos y sus pulmones aspiraron el aire puro. La hija de Philippe de Montignac lloró y el monje la abrazó, consolándola.
-Ya todo pasó, Laura… Siento que hayas tenido que pasar por esta terrible experiencia, pero era la única forma de que él creyera que habías muerto… La única.
Unas horas antes, Laura de Montignac había tomado una sustancia que le había paralizado el corazón. Agustín le había hablado de aquel plan y ella había aceptado sin saber que tras fingir por segunda vez en su vida su muerte, su existencia quedaría en manos del franciscano. Agustín sabía que ella buscaría a sus hijos e incluso que podría volver a atentar contra la vida del rey y por eso decidió que Laura tendría que permanecer recluida para siempre bajo tierra, como si hubiese muerto de verdad…”
Mendoza habló al rey:
-Pero… ¿Irene?
El rey le miró.
-Agustín os engañó. Yo siempre supe que vuestra sobrina no era mi hija. Mi pequeña murió al poco de nacer, y fue enterrada junto a su madre.
El cardenal se sentó en uno de los asientos que se ubicaban en la sala. El rey disfrutó al ver cómo la confusión se dibujaba en el rostro del odiado prelado. Francisco de Mendoza tragó saliva antes de volver a tomar la palabra:
-Entonces… ¿Quién os ha podido enviar dicha misiva?
Felipe IV se puso de pie.
-Si realmente no habéis sido vos… -Mendoza negó con un ligero movimiento de su cabeza. El rey prosiguió-. Entonces los franceses y los ingleses han debido confabular contra mí, ya sabéis que ansían el trono de las Españas. Sus espías habrán descubierto que Laura de Montignac fue mi amante y mi… -Se calló. El soberano miró al cardenal, que aún no se había recuperado de las noticias que el rey le había revelado-. Dejadme solo… Necesito pensar.
Francisco de Mendoza y Balboa se levantó del asiento y arrastró su pesar por las salas del Real Alcázar. Felipe IV sintió que la soledad le envolvía con sus melancólicos brazos, como siempre.


Continuará... Mañana sigo publicando. Besitos. MJ.
#268
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:36
¡Hola, niñas!

Ayer me fue imposible colgar la continuación de "Confía en mí". Pero ahora que tengo un ratillo libre, pues aquí os la dejo. Disfrutad del finde. Besosssssssssssssssssssssssss... A más ver. MJ.
#269
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:41
CONFÍA EN MÍ

Era ya de noche y Hernán Mejías permanecía aún en su privado. Tenía la mirada fija en la carta que había recibido la semana anterior. Un antiguo compañero de la milicia le había escrito desde Francia, donde vivía, y le pedía disculpas por no poder ayudarle, pues los datos que él le había facilitado sobre Laura eran insuficientes y nadie conocía sus apellidos. El Comisario suspiró. Estaba seguro de que el Águila Roja sí que los sabía. Tenía que volver a buscarle y preguntarle… Hernán se levantó de su asiento y guardó la misiva en un cajón de su escritorio. El silencio serpenteaba por los muros del cuartel cuando él bajó los peldaños de la escalera.
-¿Os vais ya, Comisario? –le preguntó Pedro.
-Sí. ¿Te toca a ti hacer la guardia?
-Sí, señor.
-Espero que no haya problemas en mi ausencia.
-No los habrá, señor.
Hernán le miró escrutador y después salió del edificio. Empezaba a refrescar. El Comisario se alzó el cuello de la chaqueta de cuero negro y miró hacia el cielo. La luna intentaba asomarse entre jirones de nubes, que ocultaban su plateada preñez. El viento agitó la capa del héroe de la Villa que, desde los tejados, vigilaba el sueño de los habitantes de San Felipe. Hernán Mejías le vio y su corazón latió más deprisa. Corrió por las calles del barrio detrás de él, mientras el Águila Roja saltaba de un tejado a otro.
-¡Águila! –gritó, impotente, cuando le perdió de vista.
El Comisario se detuvo con el aliento entrecortado y las sienes palpitantes en un oscuro y sucio callejón. Un gato maulló cerca, varios borrachos canturrearon en una de las mancebías, escuchó las desgarradas notas de una guitarra que hicieron temblar al silencio… Entonces oyó un ruido y se giró. Águila Roja le observaba con detenimiento. Hernán se movió y el héroe rozó con los dedos de su mano derecha el tsuka de su Katana.
-No voy a enfrentarme contigo, sólo quiero hablar…
-¿Por qué me buscas? –le preguntó el enmascarado tras unos segundos de tensión.
Hernán carraspeó.
-Necesito que me confirmes algo que creo que tú sabes…
El Águila arrugó el ceño.
-¿Qué puedo saber yo que a ti te interese?
-Un apellido…
-¿Un apellido?
-Sí, el de mi madre que también es la tuya, ¿verdad?
El héroe de la Villa suspiro y luego le preguntó:
-¿Cómo lo has sabido? ¿Quién te lo ha dicho?
-Entonces… ¡Es cierto! ¡Eres mi hermano! –Hernán tragó saliva, nervioso. Luego miró al Águila, que permanecía estático en el mismo lugar y sin dejar de observarle-. Nadie me ha dicho nada, lo recordé después de mi operación.
-¿Y qué has recordado?
-Que mi madre se llamaba Laura, pero no sé su apellido. ¿Lo sabes tú?
El Águila se movió con la intención de alejarse del callejón. Hernán dio varios pasos hacia delante, casi rozó el brazo izquierdo de aquel al que meses antes había considerado su gran enemigo.
-Por favor… -le rogó con los ojos brillantes.
Gonzalo sintió que un nudo le oprimía la garganta al oír las súplicas de Hernán Mejías. Antes de girarse, le dijo:
-Montignac, Laura de Montignac.
Tras decir aquello el héroe trepó hasta uno de los tejados. Hernán gritó:
-¡No recuerdo tu nombre! ¡Agustín me dijo que habías muerto! ¿Cómo te llamas?
El ídolo del pueblo le miró desde las alturas.
-Me llamo Águila Roja, ese es mi nombre.
La luna se ocultó otra vez entre las nubes y la oscuridad les envolvió. El Comisario cerró unos segundos los párpados y al abrirlos de nuevo el Águila Roja había desaparecido. “¿Cómo lo hacía?”, se preguntó asombrado. “¿Cómo?”. Hernán sintió que aquel pesado lastre de dolor, amargura y desesperación, que arrastraba desde su niñez, comenzaba a desprenderse de sus hombros… Suspiró y se prometió que tarde o temprano descubriría quién era. Sí, sabía que lo lograría.

-Tsuka: Es el mango de la katana. (N. de la A).
#270
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:42
Gonzalo abrió la trampilla y se introdujo en la guarida. Necesitaba estar a solas unos minutos y pensar. Se desembozó y luego se desvistió. Se convirtió otra vez en Gonzalo de Montalvo. Miró el madero donde había colocado su traje de héroe. Luego guardó la Katana y las armas arrojadizas en los lugares habituales. Se sentó en la silla y suspiró. “¿Por qué le había revelado el apellido de su madre?”, se preguntó, llevándose las manos al rostro. El Comisario era un hombre despiadado, arrogante, cruel, había asesinado a Cristina… Volvió a suspirar. Pero aun así, ambos eran hijos de Laura de Montignac y a ella le debía aquel gesto. Además, había visto en la mirada de Hernán Mejías una súplica que le había conmovido. “¿Realmente no recordaba su nombre? ¿Había sufrido por culpa de las mentiras que Agustín cimentó alrededor de sus vidas?”, se dijo Gonzalo. Se puso de pie y se acercó hasta el tablero donde se hallaba el árbol genealógico que había hecho de su familia, éste le gritó en silencio todo lo que él aún desconocía.
-¿Por qué nos hiciste esto, Agustín? ¿A quién protegías? ¿Quién es mi padre? ¿Dónde está mi hermana? –preguntó en voz alta.
Pero nadie le contestó. La impotencia reptó por el entarimado y por las paredes de la guarida y después se adhirió a su piel. Gonzalo se apoyó en la mesa y observó, concentrado, los pabilos de las velas. Su mente retrocedió al pasado…

“Hernán y él jugaban en una estancia luminosa y acogedora. Su madre no estaba con ellos, hablaba con un hombre en la antesala. Dejó su caballito de madera en el suelo y se levantó.
-¿Dónde vas, Gonzalo? –le interrogó su hermano al ver cómo se encaminaba hacia la puerta.
-Quiero ir con madre…
-No puedes.
-¿Por qué?
-Ella está hablando con él…
-¿Quién es él?
Hernán le contestó tras unos segundos de mutismo.
-El que nos tiene encerrados aquí.
El pequeño parpadeó.
-¿Por qué?
-No lo sé… Pero es un hombre malo.
-Quiero ver quién es…
Hernán cogió uno de sus juguetes y lo miró con fijeza.
-Yo no, ¡le odio!
Gonzalo se puso de puntillas y asió el picaporte, la puerta se entreabrió. Sus almendrados ojos divisaron la figura de su embarazada madre, que discutía con “el hombre malo”. Él estaba de espaldas y sólo pudo apreciar unos gregüescos de color azul, una capa con mangas, las medias, las botas y el sombrero con plumas de ánades. Oyó la voz de ella.
-¿Hasta cuándo nos vas a ocultar?
-Laura, sabes que ahora me es imposible daros a conocer… Tengo problemas con…
Su madre le interrumpió:
-Mis hijos no merecen este trato, ni yo tampoco.
-Agustín velará por vosotros y cuando todo se solucione, podréis venir a vivir conmigo. Te lo prometo, Laura.
-Siempre me dices lo mismo, pero nunca cumples con tus promesas…
“El hombre malo” asió la barbilla femenina.
-Te amo, Laura… -le murmuró y luego la besó.
El niño hizo un ruido y su madre se soltó de los brazos masculinos.
-Gonzalo… -susurró y le sonrió.
“El hombre malo” se giró, pero el pequeño no pudo ver su rostro. El sombrero de ala ancha ocultaba el lado izquierdo. Él dio varios pasos hacia atrás y las sombras le cercaron.
-Ve con tu hermano, hijo…
Gonzalo asintió y cerró la puerta. Hernán le miró y luego musitó:
-Te lo dije, es malo…”

Gonzalo parpadeó y regresó al presente. Se irguió y volvió a mirar el tablero.
-Eres un noble, ahora lo sé -le dijo a la hoja donde había escrito la palabra padre-, pero… ¿Por qué nos ocultaste? ¿Estabas casado y nosotros éramos tu otra familia?
La luz de una vela chisporroteó y segundos después se extinguió. No quería pensar más en aquel padre desconocido. Subió por la trampilla, la cerró con el candado. Luego saltó y alcanzó el patio de su casa. Entró en su habitación y se despojó de la camisa y de los calzones. “Margarita”, susurró. Ella era la única que le podía ofrecer la paz que necesitaba en ese momento. Se acostó en el lecho y su esposa se movió al sentirle. Suspiró abrazándose a él. Gonzalo besó su morena cabeza.
-Duerme, mi amor…
Él cerró los ojos. Margarita le hacía olvidar el dolor…
#271
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:43
Hernán llegó al palacio de la marquesa. Tras el encuentro con el Águila Roja necesitaba tomarse una copa de vino. Las emociones estaban a flor de piel y deseaba aplacar todo lo que en esos momentos bullía en su interior. Él no le había querido revelar su nombre; sin embargo, le había dicho el apellido de Laura. Su madre se llamaba Laura de Montignac. Sonrió. Entró en el salón. Los leños ardían en la chimenea. La media luz proyectaba sombras en las paredes. Éstas brincaban alegremente, sin que el humano se diera cuenta de ello. Hernán se sirvió y bebió de un solo trago el contenido del recipiente. El Comisario se giró al oír unos pasos. Lucrecia y una desconocida entraron en la estancia.
-Hernán, ¿aún estás levantado? Pensaba que tu querida esposa te retenía ya en el lecho…
-Acabo de llegar, Lucrecia.
-¿Le digo a algún sirviente que te sirva la cena?
-No, no hace falta. Comí en el cuartel.
Beatriz tragó saliva al reconocer al hombre que tenía enfrente. Él la había perseguido por los bosques de la Villa y casi había conseguido frustrar los planes de rescate de su padre. Hernán frunció el ceño al mirarla. Lucrecia habló nuevamente:
-¡Oh, perdonad mi descortesía! –exclamó, sonriendo-. Beatriz te presento a Hernán Mejías, el Comisario de la Villa y esposo de Irene.
-Encantada, señor Comisario… -musitó ésta ofreciéndole su mano.
Hernán la rozó apenas con los labios. La marquesa prosiguió:
-Querido, Beatriz es la duquesa de Cornwall y estará en mi palacio hasta que encuentre un esposo adecuado a su distinguido linaje.
-Estoy seguro de que lo encontrará rápidamente. Es usted una mujer muy bella.
-Gracias, señor Comisario.
-¿Usted y yo no nos conocemos? –le preguntó con curiosidad.
-No creo. Acabo de regresar de Inglaterra… Hacía más de quince años que no pisaba suelo español.
Lucrecia les observó con atención.
-Entonces, milady, usted me recuerda a otra persona.
-Eso debe ser, señor Comisario.
-Por culpa de su trabajo, Hernán, desconfía de todo el mundo, querida Beatriz. No se lo tengas en cuenta.
El Comisario sonrió a la dama.
-Lucrecia tiene razón. Siento haber sido tan directo, discúlpeme.
-No se preocupe, acepto sus disculpas.
Él le sonrió. Beatriz de Villamediana le devolvió la sonrisa y luego habló de nuevo:
-Lucrecia, estoy agotada. Si no te importa, mañana proseguiremos con el listado.
-¡Claro, querida! La lista de los posibles candidatos es extensa, pero no todos poseen las cualidades que tú te mereces.
-Muchas gracias por tu ayuda. Mi padrino confía en ti para este asunto y yo también.
-¿Su padrino? –preguntó Hernán.
-El cardenal Mendoza era amigo del padre de Beatriz y la apadrinó al nacer. Ahora que él ha fallecido es su eminencia el encargado de velar por el bienestar de la duquesa, así lo dispuso en su testamento –explicó Lucrecia.
-Así es –confirmó la dama inglesa-. Mi padre quería que me desposara con un noble español, pues él también lo era y yo cumpliré su última voluntad.
-Es muy honorable por su parte.
-Gracias. –Beatriz suspiró-. Me voy a mi aposento, buenas noches.
-Buenas noches… -musitaron al unísono el Comisario y la marquesa de Santillana.
El fuego crepitó cuando la joven salió del salón. Hernán miró a Lucrecia.
-Es hermosa…
-Sí, lo es.
-Pero no tanto como tú…
Hernán la atrapó entre sus brazos. Ella le sonrió seductora.
-Irene te espera, querido.
-No me apetece dormir con ella esta noche…
-¿Estás seguro?
-Sí.
Se besaron apasionadamente. Ninguno de los dos se dio cuenta de que Irene les observaba desde el quicial de la puerta. La sobrina del cardenal se giró y silenciosamente volvió a su alcoba.
#272
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:44
Juan de Calatrava y Álvaro de Osuna sonrieron cuando el padre Germán bendijo el Hospital San Felipe. Ambos habían decidido llamarlo así, pues los vecinos se sentían muy identificados con aquel santo al que veneraban. Juan, feliz, habló:
-Queridos amigos y vecinos de San Felipe, desde hoy todos podéis sentiros tranquilos en el barrio. El doctor Osuna –pasó uno brazo por los hombros del médico salmantino, que sonrió-, y yo velaremos por vuestra salud. Muchas gracias a todos por venir a la inauguración del Hospital San Felipe.
Una salva de aplausos les acompañó por el interior del edificio. Margarita y Catalina, que habían venido al acto acompañando a la marquesa de Santillana, a la esposa del Comisario y a la invitada de Lucrecia, se sonrieron. Cipri y la madre de Murillo se miraron, pero él no se atrevió a acercarse hasta donde estaban ellas. Margarita le saludó alzando una mano y Cipriano le devolvió el saludo con un ligero movimiento de su cabeza. Álvaro de Osuna tomó la palabra:
-Ahora les enseñaremos las distintas dependencias…
-¿Y Gonzalo? –le preguntó Cata a su amiga.
-Vendrá en cuanto salga de la escuela.
-¡Esto es maravilloso, doctor Osuna! –exclamó la marquesa de Santillana mirándole con intensidad.
-Álvaro…
Lucrecia le sonrió seductora.
-Un nombre muy apropiado... –Suspiró.
-Gracias. Lo mismo digo, el suyo es tan hermoso como usted.
Se sonrieron.
-¡Ya está, ya le lanzó el anzuelo! –susurró Catalina al oído de Margarita.
Ésta contuvo la risa. Irene y la duquesa de Cornwall se mantenían en silencio oyendo las explicaciones que Juan de Calatrava les ofrecía. La sobrina del cardenal Mendoza se sentía emocionada por la labor que iba a emprender en aquel lugar. Pasaron al dispensario y Juan habló:
-Lucrecia… -Ella le miró-. Álvaro y yo te agradecemos tu presencia en este acto. -La marquesa sonrió y miró descarada al amigo de Juan de Calatrava-. También te agradecemos tu apoyo y el donativo tan generoso que has entregado al hospital.
-Ya sabes, Juan, que a mí me gusta ayudar a los más necesitados y cuando me comentaste lo que querías hacer en este lugar, me entusiasmé.
-Lo sé. –Le sonrió el duque de Fonseca y Velasco besando su mano.
Catalina volvió a susurrarle a su comadre:
-Y encima la consideran una santa y ella se lo cree…
Margarita le dio un codazo para que se callara, pero sus ojos reían. En ese instante, Gonzalo y Satur irrumpieron en el hospital.
-Ahí está Gonzalo… -musitó la costurera alzando su mano.
Él la vio y se acercó hasta donde se hallaban su mujer y Catalina. Satur las saludó con una sonrisa. El maestro dio un tierno beso en los labios a Margarita.
-Sentimos llegar tarde, pero los niños hoy han estado muy revoltosos y tuve que castigarles.
-Y tanto que lo estaban… Me han llenao de migas de pan toda la camisa… -refunfuñó Saturno García tras sacudirse la ropa.
#273
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:45
-¿También mi Murillo? –le preguntó Cata.
-¿Tú Murillo? Ese era el que capitaneaba a mi Gabi, a Alonsillo y a los otros…
El ama de llaves de la marquesa frunció el ceño.
-Pues ya verá cuando estemos en casa.
-Son cosas de niños, Catalina –le dijo Gonzalo sonriente, pero la sonrisa desapareció de su rostro cuando una de las acompañantes de Lucrecia se giró y le miró.
Margarita y su amiga comenzaron a andar cuando los demás lo hicieron. Entraron en la siguiente estancia.
-Y esta es la sala donde operaremos… -Se le escuchó decir a Álvaro de Osuna.
Satur asió por un brazo a Gonzalo y le preguntó en voz baja:
-Amo, ¿esa no es la rubia que estuvo en…?
-Sí, Satur. Esa mujer es Beatriz de Villamediana.
-¿Y qué hace aquí y con la marquesa?
-No lo sé… -murmuró con gesto preocupado el héroe de la Villa.
Todos aplaudieron cuando Álvaro terminó de explicar para qué servían aquellos instrumentos tan extraños con los que operarían a los pacientes. Margarita buscó a su esposo con la mirada. Arqueó las cejas. Gonzalo parecía nervioso. Lucrecia le vio y sus ojos se iluminaron.
-¡Gonzalo! –Se acercó hasta él-. No sabía que te encontrabas aquí.
-Lucrecia… -Besó la mano que ella le ofrecía.
-Creí que estabas en la escuela
-Así es, pero Juan me pidió que viniese y no quise faltar a la inauguración de su hospital.
-¡No entiendo a los hombres! –exclamó tras suspirar-. Juan y tú hace poco tiempo erais rivales y ahora…
-Es sencillo de comprender, Lucrecia –dijo Gonzalo tras mirar de soslayo a la acompañante de la marquesa-. Todo consiste en ser tolerante y comprensivo con la otra persona.
-Sí, eso debe ser. –Le sonrió y luego miró a la duquesa de Cornwall.
-Querida Beatriz, te presento a un buen amigo de la infancia…-Sus ojos brillaron al recorrer el cuerpo y rostro del atractivo maestro-, Gonzalo de Montalvo.
-Cuánto tiempo, Gonzalo… -musitó ella con un ligero acento inglés.
Lucrecia miró ora al esposo de Margarita, ora a Beatriz de Lancaster con gesto sorprendido.
#274
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
15/09/2012 18:46
-¿Os conocéis?
-Sí –afirmó la bella hija de Lope de Villamediana con voz susurrante.
Satur, que había permanecido todo el tiempo en silencio, carraspeó. El rostro de su amo expresaba una incomodidad manifiesta. La joven parecía disfrutar con ello. Margarita se acercó y pasó uno de sus brazos por la cintura de su marido. Lucrecia y la dama inglesa la miraron. Gonzalo le sonrió y la serenidad tornó a su semblante.
-Disculpen, pero Juan y el doctor Osuna quieren comentarle una cosa a Gonzalo...
-¡Claro, ve con ellos, Gonzalo! –exclamó la marquesa de Santillana.
Las dos mujeres se giraron para ver cómo Gonzalo y Margarita caminaban hasta donde les esperaban los médicos y otros invitados al acto. Satur se aclaró la garganta y dijo:
-Yo… Voy a…
Beatriz y Lucrecia le miraron con las cejas arqueadas. El criado de los Montalvo se dio la vuelta y fue en busca de unos conocidos. La marquesa de Santillana asió uno de los brazos de su invitada.
-¿Dónde os conocisteis Gonzalo y tú?
La duquesa suspiró.
-En uno de mis viajes por Oriente… -habló enigmática.
-Sé que Gonzalo estuvo en esos lejanos países, pero…
-Fuimos amantes, Lucrecia. –mintió con descaro.
-¿Tú y Gonzalo? –le preguntó sorprendida.
-Sí. –Sonrió Beatriz-. Es un amante excepcional… ¿Quién es ella?
Lucrecia, que aún no había digerido la noticia, arrugó la nariz y tras mirar a su amiga de la infancia, contestó a la duquesa de Cornwall:
-Se llama Margarita Hernando y es su esposa.
-Es una de tus criadas, ¿verdad?
-Sí. Margarita es mi costurera, aunque también ayuda a Catalina en otras tareas del palacio.
-¿Desde cuándo están casados? –le preguntó Beatriz sin dejar de observar a la pareja.
Lucrecia le contestó:
-Se casaron en junio. Esa mosquita muerta lo atrapó después de intentarlo durante más de quince años…
Beatriz suspiró.
-Lástima… Se ven tan enamorados y felices.
Lucrecia sonrió maquiavélica.
-Querida Beatriz, tú y yo tenemos que hablar tranquilamente de esta pareja, ¿no crees?
-Sí. Creo que a ambas nos interesa que la felicidad que comparten Gonzalo y Margarita se convierta en… ¿adversidad?
-Una palabra muy interesante, querida. –Lucrecia miró a Margarita, que sonreía alegre-. Ella siempre ha sido una mujer muy pasional.
-Entonces, los celos serán su perdición…
Las dos se sonrieron y luego contemplaron a los esposos que conversaban animadamente con Juan de Calatrava, Álvaro de Osuna e Irene de Mendoza.


Continuará... Besosssssssssssssssss y buen finde para todas. MJ.
#275
Kaley
Kaley
19/09/2012 12:47
Maravilloso, como ansiaba yo el momento duda de Laura con Anabel ...

Y lo de Hernán y su madre, genial bravo

Como sabía yo que una rubia aparecería pa esquiciar los nervios diablo, jajaja
#276
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
19/09/2012 16:32
Hola, Kaley. Me alegro, cielo, que te guste la trama de Hernán y su madre. Sí, las dudas comienzan a flotar alrededor de Laura. Siente algo especial por Anabel, pero... Ya verás, ya verás... Je,je,je,je.
La rubia tenía que salir por algún sitio... Ja,ja,ja,ja. Bueno, guapi, sigo con la continuación. Besitos a todas. A más ver. MJ.
#277
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
19/09/2012 16:35
CONFÍA EN MÍ

Laura de Montignac sonrió cuando sor Teresa María abrazó a Anabel.
-Mi pequeña... ¿Cómo te encuentras? –le preguntó la religiosa con gesto preocupado.
-Ya me encuentro mejor, madrina, pero mademoiselle insistió que tenía que recuperarme en el convento.
La abadesa miró a la dama y asintió.
-Es una decisión que comparto con mademoiselle Gaudet.
En el vano de la puerta se hallaba la hermana Angustias, que sonreía feliz.
-Acompaña a sor Angustias hasta tu celda, Anabel. Después seguiremos conversando.
La joven asintió. Miró a Laura y se arrojó en sus brazos. Ella sintió que la ternura la envolvía.
-Mademoiselle… -musitó la doncella con los ojos brillantes.
-Ahora sólo piensa en ponerte bien, Anabel. Te prometo que hallaré un lugar apropiado para ti.
-Gracias, mademoiselle. Yo siento mucho cariño por usted.
-Lo sé, querida niña. A mí me ocurre lo mismo contigo. –Le acarició las mejillas y luego la volvió a abrazar-. Cuídate.
-Lo haré.
Laura de Montignac le sonrió antes de que Anabel saliera del despacho. La dama francesa suspiró. Sor Teresa María tomó la palabra:
-Siéntese, por favor.
-Gracias, madre abadesa.
-¿Qué es lo que le ha ocurrido realmente a Anabel? –le preguntó a bocajarro.
Laura parpadeó. En un principio las dos habían acordado no comentar a la madre Teresa lo sucedido, pero Laura de Montignac supo que la religiosa no se creería las mentiras piadosas que ella pudiera decirle, así que decidió contarle la verdad, sin omitir nada. La hermana de Agustín de Yeste la escuchó con gesto inalterable; sin embargo, su rostro expresó la repulsión que la propia Laura sintió al saber lo que le había sucedido a su doncella.
-Ese malnacido merece que lo… -se calló al darse cuenta de lo que iba a decir.
-Pienso igual que usted. Por culpa de ese miserable y de otros como él la Iglesia se ha convertido en un nido de víboras y en un lupanar de prostitutas.
La abadesa la miró con gesto grave, pero varios minutos después su expresión se tornó más benevolente y dijo:
-Tiene usted razón, mademoiselle Gaudet. Ellos han olvidado las verdaderas enseñanzas de Jesucristo y viven en continuo pecado. Pero nadie hace nada por impedir que el demonio aliente sus pasos, hasta el propio Santo Padre ha descendido a los infiernos por sus excesos, ya sabéis que ha enfermado y que pronto morirá…
Laura asintió.
-Y Francisco de Mendoza y Balboa lucha contra viento y marea para convertirse en el siguiente propietario de la Silla de Pedro. ¿No creéis que sería una aberración que lo consiguiera? Un hombre con esos instintos tan depravados convertiría la fe en apostasía…
La abadesa se santiguó asustada.
-¿Qué puedo hacer yo desde este humilde convento, mademoiselle?
Laura se echó hacia delante y le contestó:
-Usted rezar y yo velar por la seguridad de Anabel. –Se puso de pie y sonrió a la priora del convento-. A veces, madre Teresa, una simple palabra puede destrozar la vida a alguien que se cree poderoso. Un nombre olvidado puede surgir de las brumas del pasado y destruir un castillo creado en el aire…
-No la comprendo, mademoiselle.
-No se preocupe, usted rece y ya verá cómo los tiempos cambian. Tengo que irme, me esperan…
Sor Teresa María se puso de pie.
-Aguarde un momento. Me gustaría que se llevara un recuerdo de la Misericordia y de sus hermanas.
Laura le sonrió. La monja salió de su privado y la dejó unos minutos a solas. Laura de Montignac suspiró y comenzó a caminar por la estancia. Vio la Biblia que en un atril permanecía abierta por una página. Se acercó. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa al leer las primeras líneas de una oración que ella se sabía de memoria:
“El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece. No hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor…”
Tuvo que apoyarse en la mesa. “¡Dios mío!”, exclamó, sintiendo que su corazón latía desbocado dentro del pecho. Sus ojos se nublaron por las lágrimas. La promesa de amor con la que había soñado desde su tierna infancia estaba en aquellas páginas. Su padre siempre le había dicho que ella encontraría el verdadero amor si cerraba los ojos fuertemente y rezaba aquella hermosa oración. Philippe se había confundido. Ella creyó que lo había encontrado, pero nunca fue real… Un sollozo escapó de su garganta. La madre Teresa, que traía consigo un pequeño paquete envuelto en una tela, se asustó al verla reclinada en la silla donde se había sentado.
-Mademoiselle, ¿le ocurre algo? –le preguntó.
Laura la miró y le sonrió.
-No me ocurre nada, madre Teresa. Es un simple vahído.
-La tendría que ver un doctor…
-Ya me encuentro bien, se lo aseguro.
Una media sonrisa apareció en el rostro de la abadesa.
-Está bien. –Le entregó el paquete-. Dicen que los suspiros de monjas que hacemos en este convento son los más sabrosos de la Villa, hasta el propio rey los solicita a menudo.
-Muchas gracias, los probaré con gusto. Cuide a Anabel.
-Ella se repondrá aquí.
-Pronto tendrá noticias mías.
La madre superiora asintió y luego la acompañó hasta la misma puerta de la abadía. En el exterior un carruaje esperaba a la institutriz del príncipe heredero.
#278
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
19/09/2012 16:36
El otoño tiñó de rojo y dorado a los árboles de la Villa, como si un invisible pintor hubiese coloreado con sus pinceles las hojas de las florestas. Las primeras lluvias del mes de octubre habían enlodado y encharcado las calles, por eso cuando Irene descendió del carruaje de la marquesa de Santillana, se remangó la falda para no mancharla de barro. El cochero pudo ver sus chapines. Llamó a la puerta del palacete del cardenal Mendoza. Un lacayo le abrió. La esposa del Comisario entró en el vestíbulo de la casa.
-¿Se encuentra mi tío en su privado, Alejo? –le preguntó, quitándose la capa y los guantes.
-No, señora Irene. Hace media hora que se marchó de la casa. Estaba muy alterado y no sabría decirle dónde fue.
Irene arqueó las cejas.
-¿Muy alterado dices, Alejo? ¿Qué le ha ocurrido?
-No lo sé, señora…
El joven se encogió de hombros. Sebastián, el secretario del religioso, apareció en el zaguán.
-Señora Irene, ¿viene usted por los libros?
-Sí. –Le sonrió.
-Le acompañaré hasta el privado de su eminencia.
-Muchas gracias. ¿Sabe usted, Sebastián, qué le ha sucedido a mi tío?
-No, señora Irene. Acabo de llegar de la calle, pues su tío me envío a hacer unos recados.
El hombre la dejó pasar al despacho de Francisco de Mendoza. Los dos se quedaron unos segundos junto a la entrada, sorprendidos por lo que estaban viendo. El cardenal había tirado libros y objetos al suelo y había roto unos documentos cuyos trozos se hallaban desperdigados por las baldosas. La silla de terciopelo rojo se hallaba de lado y parecía estar quejándose por la violencia que le había infringido su propietario. Irene parpadeó.
-Disculpe, señora… -musitó, azorado, Sebastián.
La sobrina del cardenal se agachó y cogió una pequeña cajita que se hallaba debajo del escritorio. La abrió y sus ojos se iluminaron al ver el prendedor que estaba dentro.
-¡Es precioso! –exclamó rozando con delicadeza las alas esmeraldas de la mariposa.
Emocionada se lo puso en el cabello y se miró en el cristal de la librería. Sebastián sonrió al verla. Luego el secretario vio un libro encima de la mesa.
-Su eminencia ha olvidado este… -musitó, cogiéndolo e introduciéndolo en la caja de madera-. ¿Quiere que los lleve al carruaje? –le preguntó a Irene.
-Sí, Sebastián. Te lo agradezco.
Salieron del privado. Ambos se dirigieron a la entrada de la casa. En ese momento Mendoza y el Comisario irrumpieron en el palacete. El enojo aún no había desaparecido del semblante de su tío, pero Irene se arrojó en sus brazos y besó cariñosamente al imperturbable varón.
Francisco de Mendoza y Balboa al saber que Irene no era la hija de Laura había sufrido una hecatombe emocional. Aquella niña que él había criado y hasta cierto punto querido, era seguramente el fruto pecaminoso de una vulgar campesina o de una furcia. Entonces, el rechazo ganó la batalla al cariño y a la protección que durante diecinueve años había brindado a su presunta sobrina y comenzó a odiarla. Detestaba su candidez, su sonrisa, sus hermosos rasgos… Todo le recordaba el engaño que Agustín de Yeste había tramado para hacerle creer que ella era una Habsburgo.
#279
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
19/09/2012 16:36
-¡Tío, me ha encantado tu regalo! –exclamó sonriente.
El cardenal arqueó las cejas. El Comisario les observaba con su habitual mutismo. Sebastián volvió a entrar en el palacete tras dejar la caja de libros en el carruaje. Mendoza separó a Irene de sus brazos.
-¿De qué regalo estás hablando?
-¡El prendedor, tío! –Le sonrió-. Es precioso y…
-¡Quítatelo inmediatamente! –gritó con las venas del cuello a punto de estallar.
Irene se echó hacia atrás asustada. Hernán Mejías frunció el ceño sin comprender la actitud del cardenal.
-Pero…
-¡Eres una entrometida y una…!
Mendoza levantó la mano para abofetearla; sin embargo, Hernán se lo impidió, sujetándole con fuerza el brazo.
-Una mala noticia no le da derecho a golpear a su sobrina…
Los dos hombres se miraron iracundos. El aire se podía cortar con un cuchillo en ese momento. La joven, con los ojos llorosos, hizo ademán de quitarse la joya de su peinado. Mendoza comprendió en ese instante que si Irene le devolvía la mariposa de esmeraldas causaría sospechas en el Comisario, que le observaba con gesto serio. Francisco de Mendoza resolló y después sonrió.
-Disculpa, Irene… -Le acarició la mejilla derecha-. Tu esposo tiene razón. Puedes quedarte con el prendedor, aunque no era para ti.
-Lo siento, tío… Yo creí que…
-No te preocupes, hija. Ya le compraré otra joya a la persona a la que le iba regalar ese broche.
Mendoza movió la cabeza y luego la abrazó. Contuvo toda su rabia y antes de que Irene se separara de él y emprendiera el camino hacia el palacio de la marquesa de Santillana, rozó con sus dedos las alas de la mariposa. Cerró fuertemente los párpados y suspiró. Se prometió que la recuperaría en cuanto tuviera las más mínima ocasión.
Hernán le acompañó hasta el despacho. Sebastián había recogido el estropicio que él minutos antes había ocasionado en aquella estancia. Le señaló una de las sillas y el Comisario se sentó.
-Entonces el cardenal Giulio Rospigliosi os lleva una considerable ventaja para hacerse con el trono de Pedro.
El cardenal le miró con los ojos inyectados en sangre. Golpeó con los nudillos la mesa y luego dijo:
-¡Tengo que conseguir el Cáliz, ya!
-Lo hemos buscado por toda la Villa, pero la mendiga que lo tenía no aparece por ningún sitio…
-¿Una mendiga?
-Un campesino la vio escarbando debajo del puente de Briñas, pero hace meses de eso. Puede que la anciana haya muerto y que el Santo Grial haya sido enterrado junto a ella y…
-¡No me importa! ¡Desenterrad a los muertos! ¡Buscad en las tumbas, Comisario! Me urge poseer esa reliquia y si tenéis que bajar a los infiernos para conseguirla, ¡hacedlo! Ahora marchaos, necesito estar solo…
Hernán se puso de pie y le miró escrutador. El cardenal hizo un gesto despectivo con la diestra y el Comisario se fue. Mendoza frunció el ceño. “¿Cómo había podido ser tan estúpido?”, se dijo. Había tenido un descuido imperdonable y por culpa de ese desliz ya no tenía el prendedor de Laura de Montignac, de su Laura… Apoyó la espalda en el respaldo de su confortable asiento y suspiró. De pronto, sintió un pinchazo en la zona izquierda del tórax. Un sudor frío se adhirió a su piel, le costó respirar… Mendoza se irguió, atemorizado. Se llevó una mano al pecho y abrió la boca para que el aire inundara sus fosas nasales. Inspiró profundamente y sus pulmones se hincharon como las velas de un bergantín. El dolor cesó. Se volvió a sentar con las mejillas macilentas y las manos temblorosas en su silla de terciopelo rojo. Luego, cuando la calma tornó a su adiposa anatomía, se dio cuenta de que el libro de oraciones también había desaparecido. Nervioso, comenzó a buscarlo…
-¿Dónde estás? –habló en voz alta-. ¿Dónde?
Mendoza parpadeó. Su libidinosa mirada se fijó en el lugar en el que horas antes había colocado una caja de madera repleta de libros que había regalado a su sobrina. “¡Maldita Irene!”, bramó fuera de sí. “¡Maldita!”…
#280
MJdeMontalvo
MJdeMontalvo
19/09/2012 16:37
Beatriz de Villamediana sonrió al ver cómo Gonzalo de Montalvo recogía los libros y utensilios que había utilizado para dar su clase. Él se giró y la vio. Arrugó el ceño.
-Los niños siempre agudizan el valor de los héroes, ¿verdad, Gonzalo? –le dijo, observándole con descaro.
-No lo sé. Yo sólo soy un simple maestro.
Beatriz se acercó hasta donde se encontraba él y acarició el musculoso torso masculino con su mano derecha. Gonzalo de Montalvo la asió por la muñeca y no le permitió que siguiera. Se miraron durante unos segundos fijamente. Los ojos del esposo de Margarita mostraban frialdad y enojo. Los de la duquesa de Cornwall diversión y deseo.
-Tú y yo sabemos que eso no es así, Gonzalo.
El héroe de la Villa cruzó los brazos y marcó distancia entre los dos.
-¿Qué haces aquí y qué quieres? –le preguntó con gesto serio.
-Necesito la ayuda de Águila Roja.
-¿Del Águila…? Hace tiempo que no…
-No me mientas, Gonzalo. Sé que el Águila Roja sigue en activo, salvando y protegiendo a los inocentes…
-Mi esposa dice que eres la duquesa de Cornwall, ¿dónde dejaste tu apellido español?
-Lo sigo teniendo, Gonzalo. Pero mi madre es inglesa, una noble.
-Entiendo.
-Cuando nos conocimos no estabas casado con Margarita. Eras viudo, ¿verdad?
-Discúlpame, Beatriz, pero no creo que mi vida personal te interese en absoluto. –Miró hacia la puerta-. No quiero ser descortés, pero tengo que hacer unos recados y…
La hija de Lope de Villamediana le asió por un brazo y le dijo:
-Quiero contratar al Águila Roja para que mate al rey Felipe de Austria.
Gonzalo la miró con gesto sorprendido.
-¿Qué? Estás bromeando, ¿verdad?
-No –le respondió ella-. Mi padre enfermó y murió por su culpa. Felipe IV nos desterró de las Españas y se apropió de las propiedades de mi familia paterna. Es justo que ahora pague por ello. Tienes que ajusticiarle, Gonzalo.
-¡No voy a matar al rey! –exclamó tajante.
Beatriz le sonrió.
-Si no lo haces, Gonzalo de Montalvo, tendré que descubrirte ante la autoridad. Tú sufrirás las consecuencias de ser quién eres, pero tu preciosa mujercita y tu hijo, también. –Acercó los labios al oído derecho del maestro y le susurró-: Recuerda que conozco tu identidad secreta, tu casa, tu guarida…
Gonzalo parpadeó y tragó saliva.
-Pasado mañana seguiremos conversando, Gonzalo. Te espero en el bosque donde tuve la inmensa suerte de conocerte. A las doce en punto de la noche. No me hagas esperar, querido…
Beatriz trató de besarle, pero Gonzalo se echó hacia atrás. La hija de Lope sonrió tras recorrer con sus azules ojos la figura masculina. Luego salio de la escuela. El maestro se apoyó en una de las mesas y se maldijo por lo que hizo meses atrás. Satur le había reprochado en multitud de ocasiones que Beatriz de Villamediana hubiese estado en la guarida. Golpeó la mesa con el puño cerrado. “¿Qué iba a hacer?”, se preguntó. “¡Tendría que deshacerse de todas las pertenencias del Águila Roja!”. Por nada del mundo pondría en peligro a su familia.
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